Últimamente he seguido con cierta preocupación la moda de las listas imprescindibles que hay que completar antes de morir. Y nada. No llego a tiempo. A mi edad y ninguna lista terminada: ni la de las cien películas esenciales, ni la de los libros fundamentales, ni la de los lugares que debo visitar y ni siquiera la de las canciones que tengo que escuchar antes de morir. Y no será porque no me he movido, porque no lea o porque no me apasionen la música y el cine. Pero no hay manera. Al final he tenido que aceptar que moriré así, hundido en la más absoluta miseria cultural.
Parece que la cultura –al menos esa que se manosea y se tira como cualquier otro producto de consumo rápido– no está a salvo de las tendencias que van marcando las redes sociales ni escapa a ese afán demencial por consumirlo todo. Así, algunos –autoproclamados– intelectuales han decidido iluminar nuestro camino seleccionando aquello que debemos leer y escuchar, ver, visitar y comer, si no queremos ser confundidos con esa masa ignorante y anodina del vulgo. Para terminar de convencernos, a las listas que elaboran les añaden la coletilla antes de morir y, de esta forma, una lista de libros o películas que podría quedar en una interesante sugerencia, se convierte rápidamente en los Diez Mandamientos, en las Tablas de la Ley de una cultura basada en la apariencia y la superficialidad más ridícula.
¿Cómo? ¿Que no has leído ese libro? ¿En serio no has visto esa serie? Pues estás tardando. No pierdas el tiempo que la muerte avanza deprisa. Busca la lista correspondiente y, en pocas semanas, podrás parecer culto; podrás simular, incluso, que estás en ese grupo de elegidos que saben diferenciar perfectamente lo bueno de lo malo, lo sublime de lo banal. Olvídate de buscar tu propio camino, tus propias referencias. ¿Para qué? Aquí lo que importa es la pose. Se trata de consumir y almacenar cultura como el que acumula zapatos o camisas. Ya no interesa que puedas compartir tu visión particular sobre un tema, o que una obra despierte esa creatividad que te hace diferente. Se trata de que puedas decir: «yo también la he visto», «yo lo he leído». No importa si no puedes expresar lo que significa para ti ese viaje, lo que te transmite esa ciudad. Lo importante es que puedas decir, satisfecho: «yo he estado allí».
Si los libros, las películas, el arte y los viajes siempre han formado parte de ese camino personal –aunque con evidentes y necesarias referencias comunes– que permite que alguien desarrolle su sensibilidad y su propia visión del mundo, particular y única, parece que ahora entramos en una nueva era. Ahora lo importante es repetir, como clones, las mismas referencias. Si no quieres ser señalado como un pobre paleto, debes dejarte guiar por esos sabios que elaboran las listas imprescindibles sin las cuales tu vida, la suya, la de todos, carece de sentido.
Reconozco que siempre he mirado con recelo ese tipo de listas –aunque a menudo puedan resultar prácticas o interesantes–. Tal vez sea porque algunas de mis referencias imprescindibles no sólo no aparecen nunca en ellas sino que están completamente abandonadas y hasta descatalogadas; o quizás porque cuando me topo con algunos de esos eruditos y observo su sonrisilla de superiorioridad no puedo evitar imaginarlos en otras épocas, en otros lugares, despreciando los cuadros de Van Gogh o de Vermeer, los textos de Poe, Kafka o Herman Melville, con el mismo aire de suficiencia con el que ahora deciden qué libro es desechable o qué película es la mejor de la historia.
Me queda el alivio de pensar que hay cultura más allá de la adicción a las listas. Una cultura que se cuece a fuego lento, a base de dedicación y horas; una cultura que requiere tiempo y pasión por aprender, por descubrir y compartir, y que no puede aparentarse ni comprarse en una agencia de viajes o en una librería; esa cultura que depende más de la curiosidad que del dinero, que es infinita, y tan generosa que quien la disfruta desde niño siente la necesidad imperiosa de devolver algo, de aportar un granito de arena, a modo de agradecimiento por todo lo recibido; esa cultura que va marcando tu camino de referencias que son como árboles que dan sombra, como agua que te incita a seguir, y no puede consumirse en una vida, ni en dos, ni en tres. Por eso esa cultura, la que de verdad me importa, no cabe en una de esas listas imprescindibles que tenemos que completar antes de morir.