Entre los derechos reconocidos y garantizados con el triunfo de la Revolución Liberal estaría el de la propiedad. Se trataría de un derecho de iniciativa individual, es decir, en los que el individuo es el actor. El derecho de propiedad surge cuando el hombre consigue sin violencia el objetivo de reservar para su uso presente y futuro una serie de cosas consideradas valiosas, y que son calificadas de bienes, aunque el concepto de violencia es muy relativo en función de cómo interpretemos el origen de la propiedad. En el caso del derecho de propiedad, la norma no pretendería evitar conflictos de relaciones, como en el caso de la libertad, sino de respetar y salvaguardar los resultados de las iniciativas individuales. El liberalismo no buscaba evitar o mitigar las desigualdades resultantes. En el caso de la libertad la regla intenta evitar que el uso de la misma por una persona perjudique a otra persona. Pero, en el de la propiedad no. La regla protege y ampara la iniciativa de cada uno y que desemboca en la acumulación de bienes.
La consideración de la propiedad como derecho cambió con la llegada del movimiento obrero y las ideologías socialista y anarquista. El socialismo consideraba la propiedad el eje de la desigualdad, de la existencia de clases en la historia y de la lucha de las mismas, por lo que debía ser colectivizada cuando se conquistase el poder. En el caso de las Declaraciones de los países comunistas se puso fin al derecho a la propiedad privada de los medios de producción. Los anarquistas también criticaban la propiedad, aunque se plantearon diferencias en su seno. Para Bakunin la propiedad de los instrumentos –capital y tierra- sería colectiva en las comunas, mientras que los anarco-comunistas eran partidarios de colectivizar no sólo los instrumentos de producción, sino también los productos.
En Europa occidental el inicio de un cambio de orientación en relación con el derecho de propiedad aparece con los primeros diseños de los que luego serían los Estados del Bienestar, que respetan la propiedad privada de los medios de producción, además de los bienes, aunque permiten que el Estado sea propietario de algunos medios o de parte de algunos y, sobre todo, introduce mecanismos con el fin de redistribuir la renta para mitigar la desigualdad. En relación con la propiedad y en el caso español es fundamental la Constitución de 1931 de la Segunda República Española, en la que se establece la función social de la propiedad. El artículo 44 consideraba que la riqueza del país, independientemente de quien fuera su dueño estaría subordinada a los intereses de la economía. En consonancia con este principio, la propiedad de toda clase de bienes podría ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social mediante adecuada indemnización, a menos que se dispusiese otra cosa una ley aprobada por los votos de la mayoría absoluta de las Cortes. Con los mismos requisitos, la propiedad podría ser socializada. Los servicios públicos y las explotaciones que afectase al interés común podrían ser nacionalizados en los casos en que la necesidad social así lo exigiera. El Estado podría intervenir por ley la explotación y coordinación de industrias y empresas cuando así lo exigieran la racionalización de la producción y los intereses de la economía nacional. Pero no se podrían confiscar los bienes. Este concepto de socialización de la propiedad se atemperó mucho en nuestro ordenamiento constitucional actual, ya que nadie puede ser privado de sus bienes más que por un interés social o de utilidad pública con indemnización correspondiente. Se abandonó el concepto social de la propiedad, aunque, bien es cierto que la Constitución de 1978 ampara una amplia intervención del Estado para redistribuir la riqueza a través del diseño de un Estado del Bienestar, aunque, en última instancia esta cuestión es muy matizable, en función de la política presupuestaria de cada gobierno, pudiendo hacerse comparaciones entre gobiernos de distinto color político desde que en España se restauró la democracia.