Ahí está, saturado de sol y salsa sobre la playa de Varadero, apretujado en el pequeño barco que hace el recorrido a la Estatua de la Libertad y Ellis Island, guardando respetuosa cola frente al mausoleo de Mao en la plaza de Tianamen, empujando y siendo empujado para tratar de observar de lejos la enigmática sonrisa de la Mona Lisa en el Louvre, observando en silencio el apareamiento de dos impalas en la reserva Masai-Mara en Kenia…
Es el mismo que ha sido reprendido por el guía por haberse retrasado unos minutos en la hora prevista para la excursión, el mismo que sintió la decepción al comprobar que la primera línea de playa significaba casi un kilómetro de recorrido cada mañana, el que ha sido timado por el vendedor ambulante, el que ha sentido la debilidad de dar unas monedas a un niño famélico y ahora no puede quitarse a sus quince primos de encima, el que ha soportado retrasos en los aeropuertos, estafas de los taxistas y comidas infumables…
Es él. El turista. Ese ser un tanto indefinible, que muchos mencionan con un tono de desprecio contenido, o quizás no tan contenido, que algunos consideran la plaga de este siglo, mucho más peligrosa que la peor enfermedad. Es ese que ocupa el segundo lugar en la manida afirmación ”yo soy viajero, no turista” y que la aguanta, ya acostumbrado, valorando no tanto el tono vanidoso del supuesto “viajero”, sino, sobre todo, el aire despectivo que tiene el concepto “turista”.
Es esa persona a la que se acusa de degradar el medio ambiente, sólo porque antes no había nadie que tuviese interés en ese medio ambiente, al que se culpa de ocupar con su coche todas las carreteras en los escasos días de vacaciones, de llenar las playas que antes estaban desiertas, de estropear la vista y la foto de los grandes monumentos.
Es el turista. Ese que las autoridades califican sólo como cantidad o calidad. Ese que no es más que una cifra en las grandes estadísticas y del que sólo cuenta el número de pernoctaciones o la cantidad de dólares que ha dejado en cada país. Su clase es definida en las líneas aéreas por las últimas letras del abecedario “X”, “Y” (seguramente porque les da vergüenza utilizar la “Z”). Y en los hoteles después de hablar de estrellas, de lujo, de primera. Es solo un concepto manejable, manipulable; un objeto utilizado en las reuniones políticas, económicas y sociales. Solo un número, aunque ha superado los 1.100 millones en todo el mundo y al que se agregarán cada año entre 20 y 40 millones más.
Él, ese sujeto casi insignificante, es, sin embargo, objetivo de organizaciones terroristas, de grupos integristas exaltados, de pequeños y grandes estafadores, de vividores, de traficantes, de gentes de toda calaña que tratan, y casi siempre consiguen, abusar de él.
Pero ese turista es sobre todo alguien que ama la paz, que busca un mejor entendimiento entre los hombres, que quiere conocer el mundo, sus gentes, sus valores artísticos, culturales, históricos… y también su aspecto divertido y excitante. Ese otro gran turista que fue Juan Pablo II, le definió como “mensajero de la paz” y casi siempre la paz es algo que el turista trasmite y busca aunque no siempre la encuentra.
Ese turista, que la Wikipedia define como alguien que viaja para aprender más o para aumentar su conocimiento cultural, es ahora el que impulsa la mayor industria económica a nivel mundial, el que ha trasformado la vida a mejor de decenas de países, el que, unido a sus cientos de millones de colegas, favorece la concordia, distribuye la riqueza, propaga la cultura…
Es el santo turista. Un respeto.
Enrique Sancho es periodista, ha viajado como turista a unos 80 países y como lector a todos los demás. Es autor de cientos de reportajes, de varias guías de viajes y ha conseguido una veintena de premios periodísticos. Actualmente dirige Open Comunicación, agencia especializada en el sector turístico y es Director General de FEPET (Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo).