Delante de la muerte, cuando no hay tiempo para dudar y la inercia de la vida pierde su fuerza, parece que se dibujan en nuestra mente los recuerdos más nítidos y de mayor carga emocional. Como si la muerte nos permitiera un último sorbo de vida, hay estudios que sostienen que nuestro cerebro encuentra de forma instintiva, casi mecánica, aquellas imágenes que iluminaron con mayor intensidad nuestro camino. No importa si fue pronto cuando nos dejamos arrastrar por el vértigo cotidiano o comenzamos a sacrificar nuestra esencia a cambio de una mayor estabilidad. Ante la muerte, la memoria no vacila y te lleva directamente a esos momentos que le dieron todo el sentido a tu vida.
Tal vez por eso, siempre he sentido una curiosidad hipnótica al escuchar cuáles habían sido los últimos recuerdos o pensamientos que acudían a la imaginación de alguien que era consciente de que el final estaba cerca. De entre las imágenes que nos asaltan en esos momentos, numerosas investigaciones destacan una que, además, ha sido tratada por el arte de forma recurrente: el regreso a la infancia perdida, a esa Edad de Oro en la que fuimos nosotros mismos, sin mayores pretensiones que la de exprimir ese presente que la vida nos regalaba sin saber muy bien por qué.
No olvidaré jamás, por ejemplo, la primera vez que supe cómo fueron los últimos días de Antonio Machado. Cansado y enfermo, habiendo cruzado ya la frontera con Francia, la muerte fue a su encuentro en Collioure en febrero de 1939, y él le había dejado en el bolsillo de su gabán, a modo de saludo, su último verso, uno de los más luminosos y vitales que se hayan escrito jamás para despedirse de este mundo y caminar hacia el siguiente: «Estos días azules, y este sol de la infancia».
Cuando leí Cien años de Soledad, tuve que repetir el comienzo varias veces. Porque en ese fragmento extraordinario estaba el mismo verso que escribiera Machado, con otras palabras, en otro contexto, pero esos días azules y ese sol de la infancia estaban ahí, en la memoria del coronel Aureliano Buendía, quien, a punto de ser fusilado, recordó un momento deslumbrante de su infancia: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Yo no podía dejar de imaginar, asombrado, a aquel coronel que, después de haber librado mil batallas, se aferraba a un recuerdo limpio de la infancia, en un último intento de conectarse con la felicidad más simple de una vida que se disiparía pronto entre el olor de la pólvora.
Y he vuelto a encontrarme ese mismo recuerdo muchas veces, en la vida real y en la realidad del arte, en experiencias personales y ficticias, como cuando vi por primera vez Ciudadano Kane y comprendí el significado de ‘Rosebud’, esa extraña palabra que repetía el multimillonario Kane justo antes de morir. En la formidable película de Orson Welles, ‘Rosebud’ no era otra cosa que el nombre de un trineo sobre el que el que Charles había pasado sus momentos más felices, mucho antes de la fama, la riqueza y el reconocimiento social; mucho antes de que la vida se convirtiera en un estar en lugar de un ser, en un cúmulo de apariencias, obligaciones y preocupaciones donde no cabían los colores de la vida. ‘Rosebud’, en definitiva, eran de nuevo esos días azules, lejanos, que regresaban a su mente como el último sol antes de morir.
Podría parecer paradójico que sea delante de la muerte donde la memoria nos deje la enseñanza más dura y que se aferre a esos instantes de luz justo delante de la oscuridad. Yo prefiero no sentir la paradoja. Tal vez la despedida sólo sea una enseñanza más, quién sabe, en este asombroso camino. Yo sólo deseo que mis días más luminosos no se hayan agotado bajo el sol de la infancia y que algunos de los más intensos y azules estén aún por escribirse.