Es cierto que hay lugares que son, al mismo tiempo, todos los lugares, porque conservan el alma de quienes alguna vez estuvieron allí o lo soñaron. Y Cádiz tiene uno de esos espacios atemporales, infinitos, que el Tiempo eligió de mirador: La Caleta. Ese rincón mágico que ha traducido el atardecer a todos los idiomas, ha derramado la misma luz sobre la toga de un emperador romano y sobre la camisa rota de un pescador de La Viña. En ese puerto eterno han fondeado comerciantes fenicios y piratas sin banderas, y sigue siendo faro para cualquier náufrago que busque el aliento que solo puede insuflarte un mar que ha visto tantas veces, entre barquillas y castillos de arena, cómo florecen y caen los imperios.
¿Y cómo son los ojos del Tiempo? Sin duda, como esos ojos que son, al mismo tiempo, todos los ojos, todas las miradas. A veces, de un color sangrante que deja en el horizonte las huellas de una batalla interminable entre la noche y la mañana; otras veces, de un azul dormido que apacigua la furia de Neptuno para acunar en la orilla el sueño de alguna sirena perdida; las más, de un color cambiante que va del verde al dorado y desemboca en el añil metálico de un crepúsculo que te envuelve lentamente. Los ojos del Tiempo han visto desde su mirador de La Caleta todas las vidas, y en cada vida, han llevado el recuento de cada beso y despedida, de cada lágrima, palabra y deseo.
Cuando observo la escultura de Fernando Quiñones presidiendo La Caleta, me gusta imaginarlo mirando, de frente, a los ojos de un Tiempo que lo saluda con cariño. Y es que, cuando el escritor gaditano paseaba recogiendo la basura de la playa, su playa, él ya sabía que no era arena y agua lo que limpiaba, sino los ojos de ese Tiempo que le dejaba asomarse, como un niño que mira el mar por primera vez, a las orillas limpias del pasado y del futuro. Si he tomado prestado el título de su novela y me he permitido vestir al Tiempo con mayúsculas, es porque Quiñones entendió como pocos lo que significaba perderse en ese Aleph particular de La Caleta. En el Aleph, Borges vio el lugar donde coinciden, sin confundirse, todos los lugares que existen, ese punto del espacio que contenía el mundo en su totalidad… En la Caleta, Fernando Quiñones vio ese rincón desde el que Nono narraba sus vidas pasadas, sus muertes pasadas, hasta un presente que no dejará nunca de latir.
A veces he dibujado en mi mente, con cierta tristeza, un paseo imaginario en el que Quiñones lleva a su amigo y admirado Borges a La Caleta. Pero luego, miro atentamente a los ojos del Tiempo y comprendo que Borges también está allí, en aquel rincón, paseando con Quiñones. Y que ambos sonríen conmigo más allá del tiempo, viendo cómo sus cuentos y poemas se quedaron para siempre enredados en las rocas, o dormitan en cada libro que, salpicado de arena, aguarda que unos ojos mortales, como los míos, lo abran para sentir cómo la marejada le acerca en cada ola un jirón de eternidad.
Si en algún momento sientes la necesidad de perderte en el vértigo tranquilo de unos ojos que lo han visto todo, dirígete a esa playa gaditana. Allí tal vez te encuentres con esas personas que fuiste alguna vez, antes de ser quien eres ahora. O tropieces, casi sin querer, con quien podrías haber sido si no fueras tú. Y quizás, por qué no, te veas reflejado en esos niños que dibujan el futuro entre risas y juegos, indiferentes todavía a unos ojos a veces esquivos, pero siempre inevitables: los ojos del Tiempo. Con suerte, si tu mirada se cruza con la suya, podrás sacudirte por un momento las preocupaciones cotidianas para adentrarte en ese mar atemporal que te esperaba desde siempre.