Siempre he pensado que el cáncer más agresivo de esta sociedad es la falta de autocrítica. Y no hablo sólo de la autocrítica en el ámbito personal o individual, sino de la crítica al endogrupo, a la tribu, a la pandilla o al partido con el que simpatizas. La falta de autocrítica denota, en primer lugar, que no hay un interés real por avanzar. Pero hay algo más peligroso aún: la falta de autocrítica te empuja, irremediablemente, hacia uno de esos dos extremos que asoman al vacío en un país cuya polarización siempre ha tenido consecuencias terribles.
No simpatizo con ningún partido político. Los dos partidos que llegaron para renovar el bipartidismo siempre me han parecido excesivos en su mensaje y poco fiables en sus acciones. Los otros dos, los de siempre, están desde hace tiempo carcomidos por ese virus de la corrupción que ellos mismos se inyectaron. Si hablamos de ideas, encuentro buenas y malas ideas en todos los partidos (en unos más que en otros). El hecho de no simpatizar con ningún partido en este país tiene consecuencias desagradables y a veces cómicas, como que a uno lo llamen facha y antisistema en la misma conversación (me ha ocurrido alguna vez). Es algo que asumo e incluso me hace sonreír, porque si los dos extremos me sitúan en el extremo opuesto, es señal de que todavía mantengo cierta independencia crítica. Además, no simpatizar con ninguno me permite escapar de ese sentimiento de culpa o necesidad de justificación que muestran continuamente los simpatizantes de cada partido.
Dicho esto, la actitud de Pablo Iglesias e Irene Montero estos días me ha parecido decepcionante. Y no porque se compren una vivienda de lujo (yo mismo, con ese capital, optaría probablemente por una casa similar). Me parece reprochable porque parte de ese capital con el que van a comprarla, así como el poder que han alcanzado en estos años, lo han conseguido vendiendo un mensaje contundente, radical y crítico contra los que hacían lo mismo que están haciendo ellos. Ahí radica el problema. Si no hubieran ganado dinero y poder vendiendo ese mensaje, Pablo Iglesias e Irene Montero simplemente me parecerían incoherentes, y pasarían desapercibidos en esta sociedad repleta de personas incoherentes, sin principios o que se atribuyen una superioridad moral que nunca tuvieron. Yo mismo he cambiado de opinión muchas veces, y he comprado cosas que jamás me imaginé comprando, pero el dinero con el que las he comprado no lo he ganado vendiendo el mensaje de que no las compraría.
Cuando se traspasa esa línea, la falta de coherencia empieza a convertirse en falta de honradez, en fraude para todas esas personas que te han entregado su voto porque han creído y comprado tu mensaje. Y no, no es que me preocupe más lo que hagan estos dos que lo que me roba el gobierno (no tengo doce años para rebatir argumentos tan profundos). A mí me pueden preocupar ambas cosas, y tres, y puedo criticar todas las que me parezcan criticables, aunque unas me parezcan más graves, precisamente porque no soy un hooligan ni un fanático defendiendo a su predicador favorito.
Los que hemos vivido en barrios con vecinos delincuentes, traficantes o drogadictos, buscamos lo mismo que Pablo e Irene, y entendemos perfectamente las ganas de cambiar a un lugar mejor, con menos problemas y más protección e intimidad para los niños. No es necesario que expliquen las razones por las que tratan de mejorar su proyecto de vida, ni tampoco que sean ejemplo de austeridad viviendo bajo un puente (otro argumento de altura de sus defensores acérrimos, como si entre una vivienda de lujo y un puente no hubiera término medio). Sin embargo, sí es necesario que rehagan un mensaje basado en que ellos no son como el resto, en que ellos no buscan el lujo, en que ellos no compran viviendas que sólo puede permitirse el uno por ciento de la población…
De los egos desproporcionados podríamos hablar otro día. Hoy quería centrarme en el poder del lenguaje, que jamás dejará de fascinarme. El lenguaje es como un animal salvaje, como un tigre imprevisible que no se deja domesticar y al que hay que conocer y respetar profundamente si quieres acercarte. Los que no conocen ni respetan el poder de las palabras se acercan a ese tigre ingenuamente, hipnotizados por su belleza pero sin entender su agresividad. Casta es una palabra que Podemos ha querido domesticar, cargándola de significados. Sus líderes y simpatizantes la han manoseado, confiados, y la han azuzado contra sus adversarios políticos con éxito. Sin embargo, yo iría con cuidado. He visto muchas veces cómo una palabra se revuelve y le asesta un zarpazo letal al que se creía su dueño.