La izquierda es un concepto político que tiene un curioso origen, como el de la derecha. Al parecer, el término surgió en tiempos de la Revolución Francesa. Los miembros que defendían los principios republicanos, de extensión de los derechos, y la igualdad se sentaban en la parte izquierda de la Asamblea. Como una tradición, con el tiempo la mayoría de las izquierdas occidentales siguen ubicándose en esa zona de sus respectivos parlamentos.
En el siglo XIX, cuando se derribó el Antiguo Régimen, la sociedad estamental y la monarquía absoluta, el concepto de izquierda pasó a designar a los sectores liberales más radicales o democráticos que luchaban contra el liberalismo conservador o doctrinario, defendiendo el sufragio universal. Pero muy pronto el término se aplicó al naciente socialismo y al anarquismo, a las fuerzas que cuestionaban el nuevo orden imperante burgués de forma más clara y contundente. En ese momento nació una característica de la izquierda, su heterogeneidad interna, ya que solamente uniría a todas estas fuerzas su voluntad transformadora, pero con fines y, sobre todo, medios muy distintos. Eso provocó ya en el siglo XIX y durante todo el XX grandes enfrentamientos en el seno de la izquierda. En primer lugar, entre los socialistas utópicos y los marxistas. Los primeros querían llegar al cambio a través de fórmulas y modelos paralelos que cambiarían de forma pacífica las estructuras de explotación a través de la supuesta imitación de estos ejemplos, mientras que los segundos consideraban estos métodos una pérdida de tiempo y basados en imposibles altruismos. El marxismo hacía un análisis científico de la realidad y la Historia a través del concepto de lucha de clases y de la revolución como conquista del poder para transformar completamente la sociedad. Pero, una vez superado este conflicto, con la victoria de los segundos, muy pronto estallaría uno de mayor calado, entre los socialistas reformistas o revisionistas y los revolucionarios. Los primeros defendían la participación en los sistemas políticos que iban evolucionando de liberales a democráticos para transformar el sistema y arrancarle conquistas sociales, frente a los segundos que hablaban de traición a la ortodoxia marxista porque se abandonaba la revolución como instrumento fundamental de transformación. Con el tiempo esta disputa se transformaría en la que tendrían los socialistas con los comunistas, nacidos a partir del éxito de la Revolución Rusa.
Mientras estas controversias se dirimían tenía lugar otro fuerte debate entre el socialismo y el anarquismo, ya que éste abominaba de la lucha política y consideraba, además, que no sólo el proletariado era el protagonista exclusivo de la lucha transformadora, frente a la importancia que los socialistas de uno y otro signo daban a la política y al proletariado. Pero también había diferencias profundas en el seno de los libertarios, entre el anarcosindicalismo, el anarcomunismo y los defensores de las ideas de Bakunin, así como con aquellos anarquistas que tendieron hacia la práctica de la violencia y el terrorismo.
A partir de la Segunda Guerra Mundial, el socialismo en Occidente abandonó definitivamente todas las pretensiones revolucionarias por la aceptación plena del juego democrático, caracterizándose por la defensa de las libertades, pero, sobre todo, por la lucha por la igualdad, a través del establecimiento del Estado del Bienestar. Este nuevo Estado se financiaría a través de políticas fiscales progresivas, que transferirían parte de los beneficios de un sistema capitalista, que no era abolido, hacia servicios fundamentales para todos: sanidad, educación, pensiones, subvenciones, etc… El éxito de este modelo hasta la crisis de los años setenta convirtió a la socialdemocracia europea en la izquierda hegemónica en Occidente. La izquierda al otro lado del muro de Berlín construyó un sistema político totalitario bajo el paraguas de la denominación de “democracia popular”, con una economía fuertemente vinculada a la URSS, dotando de servicios básicos a toda la población. El espíritu revolucionario de la izquierda se esfumó de Europa y recaló en muchos movimientos de liberación en el Tercer Mundo, con especial protagonismo en América latina. La caída del Muro de Berlín terminó con el modelo comunista. China inventó un modelo propio de capitalismo salvaje y totalitarismo político.
La crisis de los años setenta desbancó a la izquierda de su hegemonía en Europa occidental. Las posteriores décadas han producido una fuerte crisis en la misma, porque terminó por adoptar algunos presupuestos económicos neoliberales, aunque mantuvo o potenció su encendida defensa de los derechos de los grupos que sufrían algún tipo de discriminación (mujeres, gays, dependientes, tercera edad…). En los momentos de auge económico, como el que tuvo lugar en la primera mitad de la década inicial del siglo XXI, esa izquierda gestionó parte de los beneficios obtenidos a favor de la financiación del Estado del Bienestar y de los más desfavorecidos.