Hay tanto ruido y la conciencia habla tan bajo últimamente que cualquiera está dispuesto a tirar la primera piedra, aunque sea apelando a esa libertad de expresión tan de moda en nuestros días. Hace tan sólo unas semanas una joven italiana se suicidó. Le tengo tanto respeto a ese verbo, tan duro, tan terrible, que jamás trataría de simplificar sus causas. Probablemente, un cúmulo de circunstancias fatales. Sin embargo, las fuentes oficiales indican que fue el brutal acoso mediático al que la joven estuvo sometida lo que desembocó en ese trágico final. Desgraciadamente, no se trata de un caso aislado.
A menudo se malinterpreta la libertad de expresión y se esgrime como un derecho absoluto, una especie de patente de corso con la que cualquiera puede atacar, insultar o humillar con total impunidad y sin tener en cuenta si se están vulnerando otros derechos básicos como el derecho al honor y la integridad moral. Algo similar ocurre con la libertad de información. Pero no, esas libertades no son derechos absolutos y, como cualquier derecho, exigen responsabilidades. Ante todo, la responsabilidad de entender la diferencia que existe entre informar, expresar y vejar a alguien de forma gratuita.
Es cierto que los límites entre ciertos derechos son confusos y que a menudo los gobiernos se valen de las restricciones a la libertad de información y de expresión para ejercer con total arbitrariedad una censura que coarta las libertades más básicas, convirtiendo en dictadura una sociedad que necesita de puntos de vista discordantes para avanzar. Pero, entre un extremo y otro, existen muchos grados, y el sentido común tendría que actuar para que derechos fundamentales como el de informar o expresarse libremente no desaparezcan ni se conviertan automáticamente en derecho al linchamiento y la humillación pública.
Volviendo al caso de la joven italiana, similar a otros que se han producido en nuestro país, me parece alarmante la enorme hipocresía de una sociedad que invierte más recursos en culpabilizar a una víctima (aunque haya sido también víctima de sus propios errores) que en buscar la manera de castigar a los que hasta hace poco ignoraban las sentencias de los tribunales y seguían acosándola y humillándola. Famosos, futbolistas, cobardes anónimos que le escribían y la perseguían por la calle, programas de televisión, prensa… Háganse cargo. Imaginen que usted o alguien cercano comete un acto estúpido, incluso despreciable, un error terrible que queda grabado. Se arrepiente y, tras pagar el error y torturarse diariamente, acude a los tribunales y suplica, desesperado, una oportunidad para dejar atrás lo ocurrido o, al menos, para que el recuerdo quede en la intimidad de su conciencia y de sus seres cercanos. Pues sencillamente no puede. Es imposible superar ese momento porque las redes sociales funcionan como un laberinto en el que todo queda registrado para siempre. Cuanto más dolor muestres, cuanto más vulnerable parezcas, mayor será el acoso.
Hoy en día, escudados en la impunidad que ofrecen las nuevas formas de comunicación, cualquier grupo se alza como juez y verdugo, condenando a una tortura permanente, sin escrúpulos, no ya a altos cargos y políticos corruptos, sino a cualquier joven que, ante el acoso mediático, acaba viendo como única salida acabar con su vida. Aunque tratemos de mirar hacia otro lado, estos casos son cada vez más frecuentes y nadie queda a salvo. Todos somos víctimas y verdugos, reales o potenciales, y pienso que es el momento de trazar unos límites claros a esa libertad de información y expresión que, curiosamente, no suele venir acompañada de libertad de pensamiento –un derecho que nadie considera necesario–, sino que se convierte con frecuencia en una forma de agresión de un grupo contra alguien indefenso.
Estamos ante una etapa absolutamente nueva en nuestra forma de comunicarnos, exponernos y relacionarnos. Estamos construyendo sobre la marcha un nuevo mundo y, tropezando, vamos viendo las consecuencias positivas y negativas que tienen estas potentes herramientas de información y comunicación. Decía Khalil Gibran que el olvido es una forma de libertad. No puedo estar más de acuerdo, especialmente en estos días. Por eso, el derecho a la memoria, que me parece fundamental, tendría que caminar de la mano del derecho al olvido, para que una persona no tenga que vivir, hasta sus últimos días, perseguida por una situación pasada que ya pagó y que esta sociedad se encarga de eternizar públicamente, de forma cruel y desproporcionada. No tengo claro si, como sociedad, hemos avanzado algo en ética y en valores. Lo que sí tengo claro es que ya no necesitamos piedras para lapidar a una persona.