Las sociedades cambian de manera vertiginosa. Los valores, los prejuicios y los miedos desaparecen o se agrandan, se alteran o se transforman. Siempre ha pasado y pasará. Cuando uno mira hacia atrás cae fácilmente en el engaño de pensar que lo mejor ya pasó, que el presente o el futuro jamás tendrán ese brillo, esa magia que guardamos en la memoria. Los clásicos lo llamaban la Edad de oro, sintetizada en la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Se ha ido actualizando con expresiones diferentes («cuando yo tenía tu edad…» o «los jóvenes de ahora no saben divertirse»), pero ha mantenido su esencia a lo largo de los siglos porque, en definitiva, nos consuela pensar que es la sociedad, y no nosotros, la que ha ido perdiendo el brillo y la magia.
El ser humano siempre se sintió incómodo hablando a solas con su conciencia. Por eso prefiere no recordar que somos nosotros mismos los que desertamos, mimetizándonos como camaleones con un escenario al que nos hemos acomodado, aunque no nos guste, porque así no tenemos que cambiarlo. Tratar de modificar el entorno desgasta y exige un esfuerzo constante, no siempre recompensado como a uno le gustaría. Asimilar sus colores oscuros, en cambio, permite que te desenvuelvas mejor en esta sociedad, aunque el precio a pagar sea terrible: sentir que a tu vida le falta sentido, preguntarte si ha merecido la pena perder tu color para adaptarte a ese extraño paisaje que a veces te rodea. Para evitar ese malestar interior, hemos encontrado un remedio peor que la enfermedad: no preguntarnos nada, dejar de pensar y de sentir, teniendo siempre a mano una distracción o una adicción con la que rellenar cada minuto.
A diferencia de las sociedades, hay poemas y canciones que no envejecen nunca. La Maza, de Silvio Rodríguez, es una de esas canciones que te sacuden con fuerza si le dedicas atención y tiempo, mirándola a los ojos y bebiéndote los versos lentamente, a sorbos pequeños. Acercarte a ella, en la voz de Silvio o en la de Mercedes Sosa, es asomarte a los latidos de un mundo que agoniza entre el vértigo y el ruido. La Maza contiene esa dosis perfecta de esperanza e inquietud, oscilando entre el deseo de seguir creyendo y el miedo a desistir y abandonar para siempre tu propio camino. Es tan brillante y directa que te repite en el estribillo esa pregunta que evitamos hacernos en estos días: «Qué cosa fuera, / qué cosa fuera la maza sin cantera». O, lo que es lo mismo: ¿qué sentido tendría mi vida, cada una de mis acciones, mi trabajo, si no creo en lo que hago y en lo que digo, si no lo siento dentro ni me ilusiona?
En la respuesta, que va deshilándose estrofa a estrofa, es donde la canción se siente cada vez más actual y amarga. Porque uno ve en cada verso el reflejo de esta sociedad, la nuestra, que olvidó hace mucho que, sin algo por lo que luchar, sin dedicación ni compromiso, la vida carece de sentido. Si no crees de verdad en lo que estás haciendo, todo se vuelve pirotecnia y escaparate, superficialidad y pose. Una herramienta inútil como la maza sin cantera. La deslumbrante portada de un libro vacío:
Un amasijo hecho de cuerdas y tendones,
un revoltijo de carne con madera,
un instrumento sin mejores resplandores
que lucecitas montadas para escena.
Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera,
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Un testaferro del traidor de los aplausos,
un servidor de pasado en copa nueva.
Qué cosa fuera, corazón, qué cosa fuera
qué cosa fuera la maza sin cantera.
Un eternizador de dioses del ocaso,
júbilo hervido con trapo y lentejuela.
La Maza nos recuerda que los paraísos perdidos se pierden siempre dentro de nosotros. Que es nuestra responsabilidad preguntarnos y darle sentido a nuestro universo cotidiano, hacer que el esfuerzo y la ilusión orbiten cerca o dibujar el próximo sueño que justifique las heridas. Si no asumimos esa responsabilidad, si preferimos mimetizarnos con el color de un horizonte prestado, tal vez podamos aliviar nuestra conciencia repitiendo mil veces que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, en el fondo sabremos que fuimos nosotros, y no el tiempo, quienes decidimos ir apagando los colores de un paisaje que se perdió por el camino.