No sé hacia qué nueva normalidad nos encaminamos. Si será hacia una normalidad más sensata y sana (me encantaría creerlo, pero no soy tan optimista) o hacia una de esas que solo son normales para una sociedad trastornada y enferma: ya me entienden, esa normalidad que nos ha llevado hasta la situación actual, hasta el precipicio; esa en la que lo normal es sobrevivir precipitadamente (hablar de vivir sería una exageración), sin respiro, sin sentido. Por eso, cuando escucho a nuestros políticos anunciando, con una sonrisa estudiada, que la vuelta a la normalidad está cerca, yo no puedo sonreír, sino sospechar que este confinamiento no nos ha servido para lo más importante: mirarnos por dentro, frenar el paso y preguntarnos (qué mejor momento para hacerlo) qué tipo de normalidad queremos.
Es cierto que el ser humano es un animal de hábitos, y ese rasgo (como casi todo lo que nos caracteriza) se convierte pronto en un arma de doble filo. Nos habituamos fácilmente a las nuevas circunstancias, nos adaptamos (algo fundamental para la supervivencia), pero, al mismo tiempo, normalizamos rápidamente aquello a lo que nos hemos acostumbrado, lo acabamos viendo y sintiendo como algo normal, aunque no lo sea, y perdemos la perspectiva.
Así, antes de esta pandemia, ya habíamos creado una normalidad repleta de aquello que nunca debería considerarse normal: confundir trabajo y explotación; secuestrar el tiempo libre con compromisos asfixiantes; llenar de plástico el mar y comérnoslo, alegremente, en cada plato; salpicar de urbanizaciones fantasmas la costa y permitir que un zulo de cemento cueste tanto que justifiquemos vivir explotados, no tener tiempo y comer plástico para poder pagarlo. Antes del confinamiento, ya asumíamos como normal que las salinas y los bosques son vertederos que nos pertenecen por derecho divino y que los animales o el mar no deberían recuperar el espacio que les vamos robando cada año. Ya veíamos normal que cualquier familia dispusiera de varios vehículos (qué importa que se oscurezca el cielo cuando no tienes tiempo ni para levantar la cabeza) o que las playas y los barrios se valoren por el número de hoteles y alojamientos turísticos que los rodean. Y, hablando de turismo, lo normal era ser turista por imposición social; no para conocer y disfrutar, sino para presumir en las redes de haber estado en esos lugares a los que vamos todos porque hay que visitarlos antes de morir (no sea que la muerte no tenga en cuenta que eres un influencer y tengas que vivir sin tanto ego el resto de la eternidad).
Estos días se me vienen a la mente esos chicos que, cuando yo era pequeño, utilizaban todo aquello que no veían normal para intentar humillarte (también recuerdo a las chicas que los animaban con sus risas). Podía ser el hecho de que tus padres no tuvieran coche, que tu ropa y tu calzado estuvieran desgastados o no fueran de marca. Lo raro, para ellos, podía ser que te gustaba estar solo, que te encantaba leer o hacer manualidades. Tal vez que no tuvieras dinero para una excursión o que todos tus libros de texto estuvieran fotocopiados. Creo que lo que más les molestaba era que, a pesar de todo, te veían bien y sin la necesidad de copiar sus vidas. No tenías muchas opciones: o aceptabas su normalidad impuesta o tenías la personalidad suficiente para mantener la distancia y crearte la tuya propia, extraña para ellos, necesaria para ti. Yo tuve la suerte de aprender pronto a defender mi mundo, con uñas y dientes (a veces literalmente), aunque no he olvidado aquellos momentos en los que no ver normal lo que era normal a tu alrededor podía causarte un sentimiento de vacío y soledad infinitos. Y no quiero olvidarlo porque, cuando creces, cuando eres adulto, la situación se invierte y te alegras infinitamente. Al fin y al cabo, comprendes que sentirte extraño en una sociedad como la nuestra es lo mejor que te puede ocurrir.
Por eso espero seguir viendo extraña esa normalidad que se menciona cada minuto en los medios. Cuando este virus se aleje y vivamos una calma tramposa, me alegraré de no sentirme cómodo en ella. Quiero seguir pensando que, por mucho que corra, la muerte va a llegar antes. Me repetiré que no voy a leer todos los libros que me gustaría, ni podré viajar a todos los lugares que desearía. Tampoco veré todas las películas que se me van acumulando ni practicaré todos los deportes que me quedan pendientes. Y, aún así, puedo sentirme lleno. Y por eso precisamente disfruto tanto de cada libro, viaje, carrera o película, porque no puedo tenerlo todo. No quiero estar siempre trabajando, consumiendo o distraído. Seguiré pensando que las únicas batallas que puedo ganar en esta guerra perdida son los momentos que siento despacio, sin prisas, con intensidad y dándoles sentido. Tengo asumido, desde niño, que mis aficiones o inquietudes, mi forma de ver la vida, no las comparto con la mayor parte de esas personas normales que aguardan ansiosas la nueva normalidad. Así que, cuando esta llegue, a mí déjenme en la mía, esa que sigue siendo extraña (y yo me alegro), para tanta gente, en una sociedad como la nuestra.