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Vie. Nov 22nd, 2024
Gabriel Urbina

Jano es el dios de las puertas, de los comienzos y los finales. Y por eso su nombre, Ianus en latín, fue la semilla de la que nació nuestro enero y nuestro primer día del año, que le fue consagrado para siempre por simbolizar ese instante en el que el final y el principio se dan la mano. Conocedor de todo lo que ha ocurrido y de aquello que está por llegar, capaz de sellar los destinos y de imponer la guerra o la paz, a Jano se le representa con dos caras que miran hacia lugares opuestos, futuro y pasado, para mantener el equilibrio exacto que necesita el universo.

Sin embargo, Jano no siempre fue un dios. Hijo de una princesa mortal y del dios Apolo, Jano creció superando adversidades, y se convirtió en un formidable guerrero y en un rey poderoso, en cuyo reino llegaron a refugiarse las propias deidades. Así, en agradecimiento por su hospitalidad, fue el viejo Saturno quien le dio a Jano el poder de verlo todo al mismo tiempo, convirtiéndolo en dios. Gracias a ese inmenso regalo, Jano puede ver cómo el día y la noche, la tristeza y la alegría, la esperanza y la desilusión se necesitan para existir y se abrazan bajo el mismo cielo.

Termina un año, comienza otro, y el dios mira con una de sus caras al solsticio de verano, puerta de entrada de los recién nacidos, y da la bienvenida a aquellos que toman un cuerpo para comenzar su aventura temporal en la Tierra; pero, al mismo tiempo, Jano no aparta su otro rostro del solsticio de invierno, y acompaña con su mirada a aquellas almas que, abandonando el cuerpo, siguen su camino hacia una región más pura. Con el tiempo en sus manos, el dios sabe que el reencuentro y la despedida, el nacimiento y la muerte, para unos ojos eternos, forman parte del mismo gesto, aunque a los mortales nos cueste tanto entenderlo.

Y es que este dios de dos caras, a los humanos, nos suele resultar incómodo. No sabemos cómo mantenerle la mirada a un ser que nos parece complejo y contradictorio desde nuestra forma de interpretar la vida. Por eso nos resulta más fácil decantarnos por una de sus caras: si en estas fechas nos invade la alegría, buscamos ese rostro que mira hacia un sol que está naciendo y anuncia un Año Nuevo sobre el que escribir con mayúsculas nuestros deseos, porque de él brotan los días que nos quedan por regar; en cambio, si nos dejamos llevar por la tristeza o la melancolía, vemos desde la otra cara de Jano que la noche oscurece con despedidas, distancias y olvidos la luz de un año que está por terminar, llevándose consigo los meses que se deshojaron para siempre en nuestro calendario 

A veces, sin embargo, es la propia vida la que nos obliga a mirar a ambos lados a la vez, y nos toca saborear, al mismo tiempo, la felicidad y la tristeza, las ganas de eternizar un reencuentro y el dolor inmenso de una despedida. Es entonces cuando me gusta dibujar en mi mente las dos caras de este dios romano y trato de no evitar esa imagen incómoda, aceptándola. Me repito como un mantra que el final es siempre el comienzo de algo y que, cuando alguien se despide de este mundo, está a punto de ver la luz en otro nuevo. Lo dice Jano y a mí me gusta sentirlo así. Sin llevarle ofrendas ni quemar aceites en su nombre, yo le rindo tributo a mi manera, con estas palabras, por recordarme que, para entender la belleza de la vida, hay que aprender a ver, al mismo tiempo, la flor y las espinas, el abismo y las estrellas. Termina un año, comienza otro y, en este tiempo de cambios y deseos, yo brindo por los que acaban de llegar a nuestro mundo y por los que siguen aquí, abrazando la vida con nuevos reencuentros; pero, muy especialmente, en este enero que está naciendo quiero brindar por mis seres queridos que se marchan a una región más profunda y luminosa. Brindo por ese viaje sin despedirme del todo. Estoy seguro de que algún día, cuando Jano cierre los ojos, volveremos a encontrarnos en ese horizonte eterno donde coinciden todas las miradas.

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