Fuiste el primer referente que tuve en el mundo del fútbol y uno de los primeros que tuve en la vida. Hace unos días dejaste esta orilla para seguir tu camino, y en mi interior, como si alguien pulsara una tecla que enciende recuerdos lejanos o dormidos, se despertaron con intensidad aquellos momentos que viví a tu lado. Fueron muchos, y fueron en ese tiempo en el que yo era un niño y estaba aprendiendo a dibujar, torpemente, mi paisaje. Podría agradecerte muchas cosas (algunas de ellas pude decírtelas en persona, cara a cara), pero, si existe algo que no puedo dejar de agradecerte nunca, es haberme mostrado, sin pedir nada a cambio, algunos de los colores más bonitos de este lienzo que es la vida.
En tu escuela aprendí, en primer lugar, que el paraíso no tenía que ser verde, como yo lo había imaginado tantas veces. Un amarillo albero salpicado de rayas blancas de cal irregulares, imperfectas, fueron durante un tiempo, para muchos de nosotros, los colores de nuestro paraíso particular. El principio y el fin de un espacio reservado a la felicidad que llegaba de portería a portería. A tu lado también aprendí que los días de lluvia y fango podían estar repletos de horas azules. Y que, si tocaba llorar, los colores tristes también podían compartirse con un balón, como cuando falleció mi abuelo y llenaste la escuela de crespones negros para hacerme sentir que lo que era importante para mí también lo era para ti; que era importante para todos. Nunca antes había sentido el peso y la responsabilidad de un color como el rojo, hasta que lo llevé en el brazo después de que me colocaras mi primer brazalete de capitán. Y me enseñaste, en silencio, la magia de los colores complementarios. Colores diferentes, pero unidos por una luz especial. Así, me tocó más de una vez vestir una camiseta distinta a la de mi hermano Dani, con el que tenía que competir en el partido, pero sin que dejáramos nunca de cuidarnos, apoyarnos y protegernos.
¿Qué habría sido de tantos de nosotros sin ti; sin la Escuela San Martín? ¿Qué habría pasado si no nos hubieras enseñado que los regates más importantes había que hacerlos cuando no había partido, en esas calles donde la violencia, la droga o el paro jugaban siempre con ventaja? Tú, que le devolviste la alegría a un barrio que solo la llevaba en su nombre, nos hablabas del respeto a los mayores y a nosotros mismos, de la importancia de estudiar y de no perderse por esos atajos engañosos del camino que, cuando se va la luz, te dejan sin salida.
Ahora que este deporte huele, cada vez con más intensidad, a un espectáculo de salón organizado por multinacionales, bancos y patrocinadores extranjeros; ahora que sabe a petróleo, a niños cosiendo a mano en países despedazados y a un guion teatral en el que las victorias se calculan en euros y siempre se las llevan las casas de apuesta… Ahora necesitamos más que nunca tu escuela y tu legado. Ojalá pronto algún estadio lleve grabado tu nombre y el fútbol vaya recuperando, poco a poco y desde la base, los colores de una escuela infinita.
Martín, has dejado una estela luminosa. Si es verdad que las palabras se las lleva el viento, que estas se las lleve hasta tu orilla y se queden revoloteando para siempre, junto a ti, a modo de agradecimiento. Ya no soy ese crío al que dabas consejos y motivabas en cada partido. No soy ese niño al que le buscabas unas botas de su número porque yo no tenía dinero para comprarlas. No soy ya (qué corto se me ha hecho este partido) el que dejaba cualquier plan si lo convocabas para jugar con los mayores, aunque supiera que podía quedarme sentado en el banquillo, observando y aprendiendo, esperando con ilusión el momento en que pronunciaras mi nombre. Han pasado los años, muchos, y mi vida es otra. Yo mismo soy otra persona. Sin embargo, nunca he olvidado mis raíces. Y tú, Martín, las regaste con algunos de esos colores que sigo vistiendo por dentro y siempre defenderé con orgullo: del rojo de la ilusión al negro de la pena compartida; del azul de la felicidad al albero de un paraíso irrepetible. Gracias, Martín. Gracias por tanto.