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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaSeptiembre es mes de materias pendientes y evaluaciones. La alegría y la desilusión se cruzan en los pasillos de los centros educativos cargando el ambiente de emociones enfrentadas. Por allí una alumna comparte con sus padres la felicidad de haber titulado; por aquí un alumno solitario va rumiando en silencio la amargura de repetir curso. Los profesores vamos respirando ese aire denso, confuso, mientras el tiempo nos empuja a seguir cantando notas, números, explicando las razones que nos llevan a suspender a este estudiante o a aprobar a aquel otro, sin apenas tiempo para empatizar con ellos o compartir su tristeza o satisfacción.

Estos días suelo estar especialmente pensativo. Voy cumpliendo con mis responsabilidades como docente mientras se me cruzan por la mente, como las máscaras de un teatro interior, esos rostros tristes y alegres que van acumulándose en mi mochila año tras año. Cuando pienso en mis alumnos, a menudo siento culpa e impotencia por saberme parte de un sistema que, aunque tiene virtudes innegables, no deja de reflejar y multiplicar todas las carencias y lacras de una sociedad enfermiza.

Nuestro mundo ha ido envenenándose con un discurso que carece de sentido y recorre su organismo de punta a punta. El sistema educativo, lógicamente, es la raíz y el fruto de cualquier sociedad, y el primero en recibir y producir ese veneno que, lentamente, va salpicando las calles y los hogares, los patios y los parques, con palabras que desvelan nuestra forma pobre, limitada, de caminar y sentir: brillantes y repetidores, listos y tontos… Estos días me acuerdo a menudo de La Educación Prohibida, ese magnífico proyecto audiovisual que pone encima de la mesa una reflexión necesaria sobre el modelo de sociedad y escuela que hemos construido. Nadie —ya sea educador, padre, docente, estudiante o simple ciudadano— debería dejarla pasar, porque en ese cambio de modelo social y educativo nos va la vida.

Reconozco que no lo paso bien durante las evaluaciones. Aunque me parecen necesarias, el sistema acaba convirtiéndolas en herramientas oxidadas. A menudo me siento injusto, incapaz de evaluar con un número o un adjetivo —trabajador, inteligente o vago— el rendimiento de alguien que, más allá de mi asignatura, tiene una vida, una constelación oscura o clara en la que mi materia es, con suerte, una simple estrella fugaz. Pienso que las metas son importantes, alicientes necesarios para seguir caminando, y deben ser calificadas, pero nunca serán más importantes que el camino o la forma de caminar. ¿Cómo va a ser igual llegar a casa y hacer los deberes, que llegar y tener que preparar la comida para tus hermanos o ayudar a tus padres en el trabajo? ¿Cómo va a ser lo mismo que tus padres te paguen los estudios, el coche, el piso y las fiestas, que tener que dejarte explotar para llevar algo de dinero a casa y estudiar de noche, reventado, para intentar cambiar de vida? La forma de recorrer el camino, y no la meta, es lo que nos hace diferentes. Y aquí radica, sin duda, nuestra evaluación más importante —aunque nadie pueda hacerla por nosotros—.

Cuando algún estudiante se acerca estos días para compartir conmigo sus miedos o frustraciones, me gusta siempre jugar a relativizarlos. Suelo comentarles que, si comparamos esos “fracasos” académicos con nuestra vida, todos tenemos materias pendientes —yo el primero—. ¿Acaso no tenemos muchas veces que repetir cursos o materias que no terminamos de dominar nunca? La paciencia, la comunicación, la solidaridad… ¿Hay alguien capaz de sentirse sobresaliente en todo? Si seguimos simplificando de forma absurda, podríamos aceptar incluso que la muerte es nuestro mayor fracaso, un suspenso inevitable. Pero ¿acaso su recuerdo no es un aliciente para sentirnos más vivos? ¿Por qué entonces un curso repetido, una materia pendiente, no puede ser un aliciente para seguir creciendo, mejorando, luchando?

Es fácil decir que el sistema educativo y la sociedad tienen que cambiar. Sin embargo, hasta que no seamos nosotros mismos, como individuos, los que vayamos recuperando algunas asignaturas que dejamos abandonadas, los que entendamos de una vez que nunca vamos a aprobarlo todo y que el éxito depende más de cómo te sientes mientras caminas que de llegar a un punto determinado, esta sociedad y este sistema educativo seguirán moribundos, envenenados. A cada uno de nosotros nos toca evaluarnos por dentro, ver qué materias seguimos teniendo pendientes y, sobre todo, plantar alguna semilla de cambio en este largo camino.

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