Todos los seres humanos vivimos la emoción, ese sentimiento que nos hace experimentar sensaciones que van desde la alegría, el placer, la tristeza o el dolor. Nuestro ánimo se emociona cuando asistimos a hechos o situaciones excepcionales en nuestras vidas, cuando la expectación cobra protagonismo.
Una de las más satisfactorias emociones es la del viajero, la persona que gusta de conocer diferentes países, formas de entender la vida, y la posibilidad de disfrutar de la mejor de las compañías, a la vez que se descubren lugares, y otras se recuerdan aquellos que visitamos tiempo atrás, y que dejaron una imagen imborrable en nuestra memoria.
El viajero que se emociona ante la belleza que le ofrece un paisaje, una cultura, y por supuesto, una obra de arte, experimenta una sensación única, exclusiva.
Más no todo el mundo está preparado para encontrar la belleza en las distintas manifestaciones de las que el arte toma cuerpo, por la sencilla razón de que no se ha forjado un hábito, una costumbre, de mirar, observar, y analizar, para lo que, evidentemente, se necesita de voluntad y tiempo, amén de una continua formación en tal sentido.
Descubrir la belleza en una obra de arte, como puede ser una pintura, una escultura, una fotografía, o una obra arquitectónica, nos produce a todos aquéllos que disfrutamos con la belleza creada por el hombre, como ser humano, una emoción impagable.
Por supuesto que no todos aquéllos que son considerados como artistas nos llegan a emocionar de la misma forma e intensidad, pero sí que es cierto que cuando el ojo humano se educa en el sentimiento de encontrar la belleza en el arte, resulta mucho mas sencillo descubrirla.
Una de las obras de arte arquitectónica, y de evidente carácter religioso, reconocida como tal es la Basílica de la Santa Croce, en Florencia, una visita del todo imprescindible para el viajero que gusta de hacer acopio de experiencias emocionantes, en una ciudad, que es tan deliciosa como histórica, y enclave de culturas, amén de un auténtico escaparate de las mas bellísimas manifestaciones artísticas.
La historia de esta Basílica está íntimamente unida a la de la ciudad de Florencia, y en ella nos podemos encontrar un panteón de las más conocidas glorias italianas; de esta forma, escultores, pintores, grabadores se dan cita en este singular enclave, desde Cimabue, Giotto, Brunelleschi, Donatello, Giorgio Vasari, Lorenzo Ghiberti, Andrea Orcagna, Taddeo Gaddi, Luca Della Robbia, Giovanni da Milano, Bronzino, Michelozzo, Doménico Veneziano, Maso de Banco, Guiliano da Sangalle, Benedetto de Maiano, Antonio Cánova y muchos más.
Convertida en panteón de glorias ilustres, entre ellas, Nicolas Maquiavelo, Galileo Galilei, Miguel Angel, Gioacchino Rossini, Vasari, Lorenzo Ghiberti, Vitorio Alfieri y Ugo Foscolo.
Tal es la belleza que podemos encontrar y disfrutar en esta singular Basílica, que empezó a construirse el 3 de mayo de 1294 sobre las ruinas de una pequeña iglesia erigida en 1252 por los franciscanos, tras la muerte de San Francisco de Asís, que la visita de un viajero mas que singular, Henry-Marie Beyle (Stendhal) dio lugar a lo que se conoce como SÍNDROME DE STENDHAL, también denominado Síndrome de Florencia o «estrés del viajero».
Evidentemente se trata de una enfermedad psicosomática, que se caracteriza por la elevación del ritmo cardiaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, e incluso, llegado el caso, alucinaciones, a consecuencia de la exposición del viajero a tal cantidad de obras de arte, todas ellas de una extraordinaria belleza.
Y toma, precisamente, esta enfermedad o conjunto de síntomas, el nombre de SÍNDROME DE STENDHAL, del afamado escritor francés, cuando en el año 1817 visitó la citada Basílica, y experimentó tal emoción, que él mismo nos describe con estas palabras:
«Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme».
Son muchas y variadas las situaciones a las que el ser humano está expuesto para experimentar estados de emoción que podríamos calificar como sublimes, si bien, en nuestros días, y a tenor de lo que podemos leer y conocer a través de los distintos medios de comunicación, el citado síndrome podría considerarse equiparable (salvemos las distancias, por favor), con el que un aficionado al fútbol, experimenta cada vez que gana su equipo favorito.
Nadie debe ni puede juzgar qué emociona a una persona, qué le arrastra en ese sentimiento que le hace estallar en una crisis de alegría, pero no cabe la menor duda, de que muchas de nuestras emociones han perdido ese espíritu tan especial, tan «sui generis», como el que se despierta al contemplar una obra de Turner, pongamos como ejemplo, con la «emoción» de un gol de Ronaldo.
Y es que hasta para la emoción nuestra escala de valores está perdiendo calidad a ritmo acelerado. No obstante, esta situación tiene posibilidades de cambiar siempre que el ser humano esté por la labor de saber valorar la calidad de lo que encierra el término belleza o arte, y no se limite a considerar como «arte» el resultante de una buena jugada que termina con un balón en una portería.
Pero, amigos, todo es cuestión de educación, de formar a nuestros jóvenes en el conocimiento, mediante la lectura, los viajes, que acierten a ofrecerles un mundo tan especialmente hermoso, que pueda resumirse en una escultura de Rodin.