Robin Dunbar tiene el honor de haber cedido su apellido a un número, el ciento cincuenta, que le sirvió para redondear la cifra de personas con las que podemos relacionarnos de una forma significativa. En estudios y artículos sucesivos, el antropólogo ha ido desarrollando su teoría, vinculando el diseño de nuestro cerebro y el volumen del neocórtex (encargado de las funciones mentales superiores) al número máximo de personas con las que se puede establecer una relación afectiva. Así, se ha comprobado en numerosas ocasiones que si una comunidad supera este límite —el número de Dunbar— se tiende al anonimato, se pierde la cohesión y el tiempo requerido para socializar incrementa en cada miembro hasta imposibilitar la gestión del grupo.
En una entrevista concedida hace unos años a Punset, Dunbar reflexionaba sobre la importancia del lenguaje y la risa en la socialización, y sobre la necesidad de un cerebro mayor cuanto más íntimos y profundos son los vínculos con otros miembros del grupo. Las redes sociales, con Facebook, Twitter o Instagram a la cabeza, parecen desafiar largamente el número de Dunbar. Sin embargo, no hacen más que corroborar las teorías del profesor. A mayor número de amigos, tal vez recibamos más felicitaciones en nuestro cumpleaños, más comentarios y likes en nuestras publicaciones, pero no por ello nuestras relaciones serán más profundas o significativas, ni esto hará que nos sintamos menos solos en momentos importantes.
Estaba pensando en todo esto cuando tuve la extraña sensación de haber presenciado antes, mucho tiempo atrás, una conversación parecida. Fue entonces cuando se dibujó en mi mente, con nitidez, la silueta de un zorro junto a la de un pequeño príncipe venido de otro planeta. Había sido entre las páginas de ese libro atemporal, Le Petit Prince (El Principito), donde había leído la importancia de «domesticar», de «crear lazos», para no confundir nunca un ser único y especial con los cientos de conocidos que conforman nuestras redes sociales.
Después de caminar incansablemente, subiendo montañas y atravesando la nieve y el desierto, el pequeño príncipe encontró un jardín repleto de rosas. Se quedó desconcertado porque él pensaba que su flor, esa a la que cuidaba cada día en su lejano planeta, era única en el universo. Acababa de descubrir que era idéntica a las miles de rosas de aquel jardín, una rosa cualquiera, y se sintió profundamente triste. Entonces apareció el zorro y le enseñó la importancia del verbo «domesticar»:
«No soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo… ». Y continuó hablando el zorro, mientras el Principito escuchaba atentamente y comenzaba a entender que su flor seguía siendo única a pesar del jardín: «conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Eso es triste! Pero tú tienes los cabellos dorados. ¡Será maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, me recordará a ti. Y amaré el sonido del viento en el trigo…».
Podremos tener cientos, miles de amigos en las redes sociales. Podremos traspasar el número de Dunbar y sumar contactos hasta confundir sus nombres y sus rostros. Pero hay algo que no cambiará: la importancia de los recuerdos compartidos. El tiempo que le dediques a una persona, el tiempo que pases escuchando su voz, mirándole a los ojos, regando su amistad con tu presencia y con tu risa, será el que hará que esa persona sea única para ti y que tú seas único para ella. El tiempo pasa rápido. Es importante elegir bien con quién lo compartimos, a quién domesticamos, y no dejar que las redes —¿jardines?— nos confundan. Porque al final, como el zorro le aclaró al pequeño príncipe, «c’est le temps que tu as perdu pour ta rose qui fait ta rose si importante» («es el tiempo que has dedicado a tu rosa lo que la hace tan importante»).