Hace unos días, el día de mi cumpleaños, una embarcación repleta de inmigrantes magrebíes llegaba a la playa de La Barrosa y rompía la calma de una tarde de verano. La llegada a una playa familiar, cercana, de unas cincuenta personas hacinadas en una patera es una imagen que debería sacudir como pocas nuestras conciencias. Nos pone delante de los ojos, de forma violenta y sin ese muro de protección que nos brindan las pantallas, una amarga realidad que a menudo sentimos lejana. Nos recuerda que, mientras algunos dibujamos en la orilla el descanso sereno de nuestras vacaciones, otros apenas pueden garabatear una esperanza, la oportunidad de dejar atrás la guerra, el dolor o la miseria.
No es mi intención abrir aquí un debate estéril (al que ya me he referido en otras ocasiones) sobre cómo la Unión Europea debería afrontar este drama humanitario. Hoy sólo quería centrarme en lo más humano e instintivo, tal vez en lo más preocupante, y es la falta de empatía y compasión que llegan a mostrar quienes presencian en directo la dramática escena de un grupo de personas que huye desesperadamente, tras una odisea que ni siquiera alcanzamos a imaginar, por los acantilados de una playa. En esta sociedad podrida, la decadencia no es ni será nunca una migración de la que no está a salvo ningún ser humano, por muy seguro que se sienta en su país de origen, sino la falta absoluta de humanidad. Un drama como el que se ha visto estos días en Chiclana no sólo no provocó la empatía o la compasión de los que lo presenciaban (salvo alguna excepción que no confirma ninguna regla), sino que despertó comentarios xenófobos y burlas despiadadas.
Y comienzo por el energúmeno que graba la escena y cuya primera reacción es hacer un chiste sobre la desgracia que está presenciando. No sé su nombre ni su edad, pero sí conozco bien la clase de persona a la que pertenece, esa que sólo puede utilizar su cabeza (ante la duda, prefiero no utilizar la palabra cerebro) para retratarse: paletos, aborregados que buscan su minuto de gloria (y lo consiguen) convirtiendo en verdad esos tópicos sobre los andaluces que duelen hasta hacer rabiar; tan vagos, tan ridículos que repiten frases hechas sobre la inmigración porque son incapaces de imaginar un argumento propio que no suene a broma; tan mediocres, tan acomplejados que temen la competencia laboral de cualquier joven que llega a nuestra tierra sin papeles, sin saber hablar ni escribir nuestro idioma, sin recursos; tan estúpidos, en fin, que carecen del sentido del ridículo y tenemos que ser otros los que sintamos la vergüenza profunda de oír sus comentarios. Como digo, no sé su nombre ni su apellido, pero ya lo conozco (he conocido a muchos como él, y ellos sí son una plaga). Puedo imaginarlo levantando la mano para participar como voluntario en esas felaciones colectivas que aquí le hacen a menudo a patriotas como Florentino o a inmigrantes como Benzema o Messi, mientras humilla y se burla del que llega en patera, porque es pobre.
Luego están los palmeros (siempre desprecié más a los que alimentan con sus risas y palmitas cómplices a los imbéciles que a los propios idiotas), como esa mujer que le ríe el chiste para que lo repita (¿serán pareja? Ya se sabe, Dios los cría y ellos se juntan). La verdad es que no soy ningún filántropo y esta sociedad no me inspira confianza. Yo creo que, si a determinada edad careces de sensibilidad, de conciencia y de un mínimo de cultura, el cambio es prácticamente imposible. La vida es corta y hay gente que no quiere cambiar, que está demasiado ocupada trayendo niños al mundo o haciendo chapuzas para vivir sin pagar impuestos, como para ponerse a trabajar su mundo interior. Yo, ante estas situaciones, sólo albergo la esperanza de que ocurra el milagro y no sean padres. Y, si lo son, que ninguno de sus hijos se vea nunca en la situación de esos jóvenes, hacinados en una patera, expuestos a las burlas de individuos como sus padres.
La imagen de Occidente y África cruzando sus vidas en la orilla de una playa próxima es una oportunidad única para reflexionar sobre el mundo que estamos construyendo. Pero también, y esto es lo más importante, sobre la relación que siempre existe entre la amnesia selectiva, el egoísmo y la falta de empatía. La historia de las migraciones es y será siempre circular. Ojalá no tengamos que vivir en nuestra piel o en la de nuestros seres queridos una situación parecida a la de esas personas, y, si nos tocara vivirla, que nunca nos paguen con la misma moneda.