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Jue. Nov 21st, 2024

La educación pública ha tenido, como la sanidad, una pandemia que ha sacado a la luz todas las carencias de un sistema desamparado. Sin embargo, si en sanidad hemos asistido a una lucha a vida o muerte, en educación la batalla es más lenta y, aparentemente, menos alarmante. La muerte no asoma con la naturalidad con que lo hace en los hospitales y la sociedad se permite mirar hacia otro lado. Pero en los centros educativos se respira constantemente el abandono, el fracaso y la impotencia por no poder atender a los estudiantes que más lo necesitan. Y, aunque no lo veamos en las noticias, se pasea una muerte disfrazada, porque mueren, cada año, el futuro y los sueños de muchos estudiantes.

Hoy, sin embargo, no quería centrarme en todas las lacras de nuestra educación pública. Hoy quiero centrarme en esos docentes que, desde dentro, sin vocación ni ganas, van pisoteando las ruinas de un sistema desahuciado por las administraciones, ninguneado por los medios de comunicación y despreciado por la clase política de todos los partidos (todos, sin excepción, siguen manoseando leyes educativas sin alcanzar un Pacto de Estado y siguen sin sentir vergüenza cuando utilizan la educación para lo único que saben: como arma arrojadiza).

Termina un curso enormemente exigente y no, no todos los docentes han trabajado lo mismo. Ni de lejos. Siento que el corporativismo no vaya conmigo. Si esta pandemia ha recordado algo es que la figura del profesor es indispensable y deja en los estudiantes una huella imborrable (para bien y para mal). Jamás me he cruzado con alguien que no haya experimentado lo que estoy contando. Cuando recordamos nuestra adolescencia, todos reconocemos rápidamente a aquellos profesores que dejaron en nosotros una semilla luminosa y a aquellos que, lejos de allanar el camino, le añadieron algunas piedras. Por eso cuesta entender cómo algunas personas se convierten tan rápidamente, cuando entran en el sistema, en uno de esos profesores que detestaban cuando eran estudiantes.

Parto de la idea de que existen pocas profesiones más difíciles. Estamos abandonados a la deriva en situaciones de enorme complejidad, sin recursos, con una sobrecarga de trabajo asfixiante y con una burocracia creciente y demencial. Sin embargo, no es menos real (como ya he comentado alguna vez) que hay un número importante de docentes que, con solo encender la luz de la clase, son capaces de apagar la mirada y la curiosidad de treinta adolescentes (a veces para siempre). Se repite cada curso, en cada centro. Por eso, cuando escucho a los sindicatos vocear «los que están, se quedan», me pongo a temblar (y no ahora, que soy funcionario, sino desde que era interino). Yo no dejo de preguntarme cuántos, de los que han entrado, deberían plantearse si realmente están donde quieren o deberían buscarse otro camino. 

Pasan los cursos y, aunque siempre he tenido compañeros brillantes, de los que continúo aprendiendo en lo profesional y en lo personal, no son una minoría insignificante los docentes que siguen pensando que su labor consiste en entregar datos y tareas, como si fuera posible educar sin emociones, sin pasión por lo que enseñas. No son dos ni tres los profesores a los que he oído decir que jamás ponen un diez, porque el diez se lo merecen ellos (y, tras decirlo, no piden cita con un psicólogo). Tampoco son pocos los que quieren imponer un ambiente en el que un estudiante de once, doce o trece años no hable, no ría, no se mueva (no sé si llegará el día en que pongan un parte por respirar intensamente). No son pocos, desgraciadamente, los profesores que exigen mucho más, infinitamente más, de lo que se exigen a sí mismos. Profesores que conocen mucho mejor sus derechos que sus obligaciones y que, sin organización ni planificación, les exigen a los estudiantes la disciplina, el trabajo, la puntualidad, el respeto o la brillantez que nunca muestran ellos. Son demasiados, en definitiva, los que con una simple frase («no vas a llegar a nada»; «no sirves para esto») apagan la ilusión de unos chicos y unas chicas que a menudo necesitan, simplemente, escuchar algo diferente a lo que llevan escuchando toda la vida. 

Claro que hay que ser exigentes, pero la exigencia tiene que comenzar en uno mismo. Y no creo que haya que convertirse en uno de esos docentes geniales que salen en televisión explicando proyectos maravillosos por los que reciben premios o reconocimiento internacional. A veces solo se trata de ser empático, de mantener las ganas y la ilusión por conectar con esas personas que tienes delante y que están aprendiendo a vivir. Se me viene a la cabeza el formidable poema de Aleixandre titulado Al colegio, en el que describe con versos radiantes su paseo diario, en bicicleta, hasta el centro. Y, justo en la entrada, todo cambia: «y recuerdo perfectamente / cómo misteriosamente plegaba mis alas en el umbral mismo del colegio». Creo que lo único que tengo claro, desde que comencé, es que no quiero convertirme en uno de esos profesores que se sienten realizados cuando un estudiante pliega sus alas para entrar en clase.

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