Sí, me gusta imaginar cosas imposibles, y a veces sueño con una dimisión colectiva: tras un acuerdo único (el primero en nuestra historia), todos los agentes sociales y representantes públicos reconocen, en una rueda de prensa multitudinaria y con voces entrecortadas, que hemos fallado como sociedad. Que ciudadanos y políticos, a raíz de un profundo examen de conciencia, deciden dejar de manosear y manchar los valores y las palabras, el pasado y el futuro, la naturaleza y el arte, y permiten en adelante que sea otra sociedad, con valores distintos (y hasta opuestos), la que se encargue de dibujar el camino.
Luego despierto, leo las noticias y escucho las tertulias, me detengo en alguna columna, echo un vistazo a las redes sociales y aquel sueño lejano se desvanece en este circo grotesco en el que nos hemos convertido. Este esperpento no cabría en un artículo de Larra ni en la pieza más provocadora de Valle-Inclán. Es demasiado absurdo y retorcido. El caso de Cristina Cifuentes deja entrever algunas realidades tenebrosas. La más grave, pero no la única, la imagen de unas instituciones públicas fácilmente corrompibles. Sin embargo, si fuéramos una sociedad decente, aprovecharíamos la oportunidad para reflexionar, hacer autocrítica y limpiar a fondo nuestros espacios comunes (si queda alguno). Nada más lejos de la realidad.
Si una persona consigue que una universidad pública le regale, por el cargo que desempeña, uno de los títulos más importantes que esta institución puede otorgar, debe dimitir de forma inmediata, directa. Sin excusas. Pero no bastaría con eso. En una sociedad sana, la universidad pública, si no quiere perder para siempre el prestigio que le quede, tendría que ser revisada de arriba abajo, de un extremo a otro. El máster de Cifuentes no sólo desvaloriza los títulos que muchos hemos conseguido con esfuerzo, trabajo y sacrificio. También recuerda que, junto a docentes brillantes, en algunas universidades públicas se atrincheran verdaderas mafias formadas por políticos, decanos y catedráticos. Y estas pandillas (a muchos se nos viene algún nombre a la cabeza) manejan a su antojo los hilos de un sistema en el que la endogamia y el compadreo hacen que haya departamentos integrados por parejas, sus hijos y sobrinos, como prueba irrefutable de que prevalece el mérito, el talento y el esfuerzo.
Si me fascina tanto El Padrino, esa trilogía que me obligo a revisar de vez en cuando, es precisamente porque muestra de un modo directo y sin reservas los entresijos de la condición humana, su tendencia a corromperse y corromper, y lo difícil que es mantener los valores en una sociedad que, cuando eliges no adentrarte en sus cloacas, suele condenarte al ostracismo, al esfuerzo sin recompensa o al vacío. O te adaptas, o te apartan. Solo la lucha constante, la independencia decidida, la formación y la cultura logran aislarte un poco de esa mugre que, quieras o no, siempre acaba salpicando.
El caso de Cristina Cifuentes no es una historia con final feliz. Comienza como tantas otras en este país, con un político manteniéndose en su cargo a duras penas, aunque caigan amigos y se cause un daño irreparable a las instituciones públicas. Pero termina de una forma nefasta, con una dimisión que quedará, en el recuerdo colectivo, asociado a la imagen de un video ruin y vergonzoso, desviando la mirada de lo que debería ser importante para una sociedad democrática: la corrupción sistémica, la utilización de las instituciones públicas en beneficio propio, el tráfico de influencias…
La dimisión de Cristina Cifuentes también da la medida de la pobreza ética, cultural y moral de una sociedad que se regodea con un hurto ocurrido hace algunos años, tal vez por un problema psicológico, y no se inmuta ante el desmantelamiento de la educación y la sanidad públicas, el desempleo atroz o el control absoluto que ejerce cualquier político analfabeto sobre los espacios públicos en los que se construye su propio chiringuito. Si nos quedara algo de decencia, también deberían preocuparnos esos mafiosos que están detrás de las filtraciones calculadas y los linchamientos públicos sobre temas personales (no hay que olvidar que cualquiera de nosotros podría ser, mañana, el próximo objetivo de esa turba de trogloditas que cambió las cuevas por las redes y los memes). Lo dicho, si a Cristina Cifuentes le quedara algo de esa vergüenza necesaria (y en vías de extinción en nuestra clase política), habría dimitido el primer día, en lugar de alardear con documentos falsificados, cavarse su propia tumba política y dejar a su paso un cementerio institucional. El resto, si nos quedara dignidad y conciencia, deberíamos al menos plantearnos la posibilidad de dimitir como sociedad.