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Lun. Nov 25th, 2024

Gabriel Urbina«América para los americanos», repetía una y otra vez Trump durante su campaña electoral. Y esa síntesis de la Doctrina Monroe, en boca de Trump, volvía a demostrar que, si hay personas que utilizan la lengua para trazar puentes, hay otras que la utilizan para emborronar un paisaje que cada vez parece más desolador. El lema es eficaz, sin duda, y sería brillante si Trump y los suyos entendieran lo que significa América y asumieran, de una vez, que América es mucho más que los Estados Unidos. Porque, aunque les cueste entenderlo, un cubano o una nicaragüense, un mexicano y una argentina, son tan americanos como cualquier estadounidense. Y Brasil y Ecuador, Honduras y Haití, son América, aunque a muchos les siga resultando cómodo reducir la fuerza y la historia de todo un continente al poder y los valores de unos cuantos ciudadanos de un país del norte.

A veces pienso que no es más que otro episodio sobre cómo una palabra se utiliza para normalizar el abuso o la humillación, la desigualdad, la colonización o la violencia. La historia de esta deformación es larga y en esta otra parte del charco, tanto medios de comunicación como escritores, periodistas y particulares, se han convertido también en cómplices de esta invasión despreciable. A veces por ignorancia, a veces por sumisión, y otras por propia voluntad, pero cómplices, al fin y al cabo, de esta manipulación sistemática.

Estos días ha quedado claro, una vez más, el paisaje americano que le gusta a Trump y a muchos de sus simpatizantes: a un lado, la imagen idílica y engañosa de una tierra repleta de oportunidades, de promesas para los que no las necesitan ni las pidieron; al otro, los desheredados, los nadies, los inmigrantes criminalizados, animalizados, con niños separados de sus padres y traumatizados de por vida. Entre esos dos mundos, un muro real y otro invisible. El real lo vemos todos. El invisible, en cambio, sólo aparece cuando te asomas a esas palabras, América, americanos, aparentemente inofensivas, pero usadas como bombas que tratan de expulsar de sus sonidos a los americanos que no son estadounidenses.

Más allá de los Estados Unidos hay una América. No es una América idílica. A menudo es cruel y violenta, con caciques y narcotraficantes sometiendo al pueblo, con desigualdades atroces y dictaduras sanguinarias (algunas, por cierto, apoyadas por el gobierno estadounidense), pero es América. Y en esos países, desde Argentina a México, de Colombia a Uruguay, también hay americanos soñando con fuerza. Hay mujeres indígenas que afrontan cada día, sin bajar la cabeza, persecuciones y amenazas por el simple hecho de ser mujer, de ser indígena; hay gobernantes que no venden su dignidad ni cambian de vida por alcanzar el poder; hay escritores, pintores, cineastas y cantantes que siguen viendo en el arte y en la palabra una forma de construir puentes y ensanchar nuestro mundo. José Agustín Goytisolo dejó escrito un poema luminoso,  «Americanos», que a mí me gusta repetirme en presente:

Yo tuve amigos
de color
de bronce:
hombres del Sur
compañeros
de América.
Llegaban hasta mí
con sus canciones
con su tierra
en la mano.
Me decían:
yo soy Colombia;
México; Argentina;
yo traigo el Altiplano
en la palabra;
vengo de Venezuela;
Ecuador; Nicaragua;
soy de Chile;
mi patria
es El Perú…
Por ellos
se ensancharon
mis fronteras;
por sus canciones
me inundó la alegría
de otros mares; supe
el dolor de pueblos
sin aurora;
alcancé el corazón:
sentí su tierra.

Yo sigo creyendo en el poder de la palabra. Como pienso que estamos en una época en la que la colonización lingüística e ideológica es más sutil pero no menos temible que la militar, hoy quiero hacer mío el lema que utilizara Trump para llenarlo de sentido: «América para los americanos», sí, pero para todos los americanos. Especialmente, para esos americanos que siguen compartiendo el sueño de una vida mejor en una tierra más ancha, más libre y más acogedora.

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