Aunque la obra de Balzac contaba las frustraciones de un joven poeta en su intento de vivir de la literatura y cómo la sociedad va ahogando poco a poco sus sueños, ese título podría sintetizar la forma de caminar de tantos jóvenes y adultos que han ido apagando su mirada a golpe de desengaños y mentiras repetidas. Han terminado cayendo ante la presión de una sociedad enfermiza y, aunque no es fácil mantenerse en pie, no les quito responsabilidad. Bajaron los brazos, se rindieron, se conformaron o se acomodaron pensando que este camino no tenían que construirlo ellos, con esfuerzo, a imagen y semejanza de sus ilusiones. En ese club de las ilusiones perdidas hay hombres y mujeres de todas las edades, pero me preocupa ver cómo cada vez ingresan antes, y son cada vez más los adolescentes que solicitan resignados su carnet de socio. Están por todas partes, vagando como sonámbulos, confundidos, aguardando un milagro en el que ya ni siquiera creen.
Es difícil encontrar un remedio contra esa epidemia de nuestra sociedad. Uno acude a sus brujos y hechiceros personales y, aunque sabe que el brebaje es nominativo y no lo puede compartir, se guarda algún consejo y lo deja en el viento para que este lo lleve adonde quiera. Esta semana, Morfeo me ha encontrado cada noche conversando con uno de esos hechiceros que siguen iluminando mi camino: Gabriel García Márquez. Y me contaba Gabo, con esa lucidez prodigiosa, que el problema radica en negar la magia cotidiana que tiene la vida, en poner límites a una realidad de la que sólo conocemos, queramos o no, una parte muy pequeña. Así de simple; así de complejo. Entrevistado por el periodista Ezequiel Martínez, el maestro colombiano decía: «Mi vida tiene todos esos ingredientes fantásticos, aunque suene increíble. La gente no observa mucho en ese sentido. A su alrededor suceden cosas extraordinarias, pero no las percibe (…) realmente yo creo que hay otra realidad, o que la realidad es más extensa de lo que uno se imagina. La cuestión de todo es que cuando empecé a escribir, primero tuve que abandonar ese realismo que me condicionaba, porque no se parecía al mundo en que yo vivía, en el que aún vivo».
Ese realismo que nos condiciona y contamina niega la magia de un mundo en el que una vez vivimos y que, desgraciadamente, la mayoría decide abandonar. De pequeño uno siente e intuye, crea y se ilusiona. Se sabe distinto y encuentra esa magia a cada paso, en cada pequeño descubrimiento cotidiano. Uno empieza a desentrañar los significados de las palabras, escucha por primera vez una rima, y sonríe; y descubre la música y el baile, el poder de la risa y del llanto. Uno interpreta preguntas en la caligrafía de las estrellas, habla con los que se fueron y se mancha las manos con los colores circulares de las estaciones. Y cada una de esas vivencias, mágicas porque desafían todas las fronteras que intentan imponernos, van alimentando esas ilusiones que funcionan como el motor de nuestra existencia.
Pero el tiempo pasa rápido, demasiado, y, siendo todavía niño, vas entrando en un juego de reglas muy distintas. Y te toca conocer un sistema educativo que te enseña a memorizar la literatura y la música antes de sentirlas, y que decide lo que vales de cero a diez, y piensas que es lo correcto; y muchos adultos van estrechando ese camino que antes se agrandaba a cada paso para que te dediques a algo de provecho, para que no pierdas el tiempo y ganes estabilidad, dinero, y seas tan infeliz como ellos, y piensas que es lo correcto; y la sociedad, con sus prejuicios y medias verdades, te bombardea con intereses y principios que en nada se parecen a esa forma de ver y sentir la vida que tenía tu mirada, y acabas abandonando el placer de pintar y bailar, imaginar o jugar; y acabas aceptando que sólo tenemos cinco sentidos, que el arte es un conjunto de reglas y que los sueños sólo sirven para reponer fuerzas; y acabas aceptando que el sentido de la vida es sobrevivir, reproducirte, y vas perdiendo el brillo de los ojos para no desentonar con ese grupo inmenso de sonámbulos que te rodea, y piensas que es lo correcto.
Aunque parezca triste, el título de la obra de Balzac (y de este artículo) es esperanzador. Porque las ilusiones perdidas, mientras estés en el camino, pueden volver a encontrarse. Depende de ti. Puedes conformarte con ver o aprender a mirar, limitar tu mundo o alargar el horizonte. Sólo tú decides si sobrevives o vuelves a conectar con ese ser que convivía sin complejos con la magia cotidiana y sonreía mientras emborronaba sus sueños con los colores del amanecer.