Los aeropuertos y las estaciones siempre me han parecidos universos independientes, con sus propias constelaciones y planetas, con su materia oscura y sus leyes particulares para manejar el tiempo y el espacio. Por mucho que haya pasado por ellos (he llegado a conocer algunos de memoria), no me termino de acostumbrar a ese aluvión de emociones opuestas, enfrentadas, que se enredan en la mirada y se me acaban amontonando en la maleta.
No existen en el mundo muchos lugares con un claroscuro similar. A cada paso y delante de ti se mezclan, en un abrazo idéntico, la felicidad de un reencuentro con el amargo llanto de una despedida. Al fondo de un pasillo la soledad de un emigrante se desvanece entre la masa de turistas que se agolpan en los mostradores. Un poco más cerca la ilusión bulliciosa de unos niños tropieza con los ojos silenciosos de sus padres. Aquí y allá las fuerzas y cuerpos de seguridad tratan de acallar un miedo que retumba en periódicos y pantallas. Y así vas moviéndote, por este tablero de luces y sombras, hasta sentirte parte del contraste más marcado: los afortunados que pueden saltar entre estaciones y aeropuertos, como yo, frente a los que duermen cada noche bajo el cielo indiferente de sus techos.
A veces no sé si ser tan observador me anestesia de las sensaciones propias o, por el contrario, las intensifica, pero lo cierto es que cuando entro en uno de estos espacios puedo notar físicamente el cambio de universo. A menudo me viene a la memoria, mientras aguardo sentado en algún banco, ese cuento de Borges que dio título a un libro formidable: El Aleph, ese «lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Porque esos aeropuertos y estaciones contienen, como el Aleph de Borges, todas las cosas que han ocurrido en todas las lenguas del mundo y desde todas las perspectivas posibles. Allí se encuentran todos los gestos y palabras, todos los miedos y esperanzas, y hasta el otoño y la primavera se cruzan un instante, llegando de lugares diferentes, para seguir luego su propio rumbo.
Hace ya algún tiempo que muchos países de Europa decidieron llenar estos espacios con pianos, para que la música, improvisada y sin dueño, sonara por encima de las últimas llamadas, disolviendo contrastes y diferencias en ese lenguaje universal que todos entendemos. Así, en el breve instante que dura una canción, personas de distintas culturas y ciudades, razas y profesiones, se detienen para aplaudir juntas la intervención inspirada de algún espontáneo, antes de volver a separar sus destinos en un tren o en el próximo avión. Intouchables en Bruselas, Moonlight Sonata en Londres o Comptine d’un autre été en París son algunas de las maravillas que pueden cruzarse en tu camino y aligerarte el peso si pasas por allí. España, de momento, ha rechazado la propuesta. Ojalá rectifique pronto y decida, además de acumular aeropuertos y estaciones fantasmas (con los que algunos dinamitan ilusiones para llenarse los bolsillos), cuidar esos espacios que simbolizan para muchos el comienzo o el final de una etapa que los marcará para siempre.
Seguiré perdiéndome muchas veces, si la vida quiere, entre la multitud de un aeropuerto o de una estación, y volveré a sentir en la piel esos contrastes que inundan el espacio de oscuridades y estrellas. Independientemente de mi alegría por un reencuentro próximo o por tener la oportunidad de dibujar con mis ojos un paisaje nuevo, independientemente de la canción que esté sonando en el piano o del silencio que reine en la sala de espera, estos lugares me seguirán recordando lo parecidos que son a veces, a pesar de escribirse en lenguas y culturas diferentes, los sueños que vamos facturando a lo largo del camino.