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Mar. Dic 3rd, 2024

Gabriel UrbinaEl arte es una forma de mirar y entender la vida. Es el lenguaje que nació para expresar aquello que no puede expresarse con las palabras, las formas o los colores cotidianos. A veces son suficientes tres notas, dos versos, un relato o un trozo de mármol para sacar a la luz esa zona sumergida de nuestro mundo, esa que a menudo ocultamos bajo la punta de un iceberg.

Bansky es uno de esos genios que puede guardar, en la palma de su mano, un bote de spray que contenga un universo, con sus constelaciones y oscuridades. Su último poema, de hace sólo unos días, es una moneda de dos caras, una felicitación navideña que sacude, como un terremoto de belleza y frío, las conciencias y los sueños. En una parte del muro, un niño abre los brazos y espera en su boca esos copos de nieve que caen del cielo; en otro lado del muro, oculto tras esa imagen esperanzadora, la fuente amarga de esos copos: ceniza de un fuego adulto que se alimenta de las peores pesadillas. Un mural polarizado, como nuestro mundo, con una esquina sirviendo de frontera y un paisaje en blanco y negro, excepto la lengua del niño que anhela sentir el agua de cristal y el fuego que nos consume.

Cuando llegan estas fiestas, no dejo de recordar a otro de esos genios que supo enfrentar en una navidad eterna la mirada limpia de un niño y el mundo gris de los adultos: Charles Dickens. En sus cuentos, a veces trágicos, a menudo esperanzadores y melancólicos, pero siempre cubiertos por una fina capa de magia, aprendí que la Navidad era una estación interior, un estado de ánimo, más que una época concreta del año. Con esos claroscuros que imitan a la nieve en medio de la noche, Dickens pintó un paisaje difícil de olvidar, porque todos lo hemos sentido por dentro alguna vez (incluso nos hemos sentido, al mismo tiempo, el niño que le sonreía a la adversidad y el adulto que se ahogaba en ella). En el mural de Bansky he vuelto a ver a Dickens. He vuelto a ver a ese niño soñando cuentos mientras, con doce años, pasaba interminables horas respirando el betún de una fábrica para calzados. Porque la Navidad, al fin y al cabo, siempre representará el poder de la imaginación y los sueños sobre la realidad.

Cuando me preguntan, siempre digo que me encantan estas fiestas. Nunca he dejado de disfrutarlas. Ni siquiera en los peores años ni con la peores noticias. Cuando estaba rodeado de mis hermanos o cuando las vivía en soledad, cerca o lejos de casa. Tal vez le deba a Dickens esa coraza que me mantiene lejos de la tristeza gris que invade a muchas personas durante estas fechas. Intento que el recuerdo de los que ya no están no desemboque en el desánimo, ni que el consumismo desenfrenado me impida recordar las raíces que quedaron sepultadas entre la nieve y la ceniza: el niño refugiado que nació entre animales, huyendo de Herodes y despertando la solidaridad y la empatía de reyes y pastores. No necesito ser católico para entender el mensaje. Leí la misma magia en los libros de Dickens y en el mural de Banksy. La ceniza y el fuego están ahí; la nieve también. Y cada uno de nosotros, en último término, es el responsable de fijar su mirada en una parte u otra del muro, el culpable de alimentar al niño o al adulto.

Yo hace mucho que espero poco de los adultos. Confío en los niños y en los adultos que no dejaron de serlo. Sé que es difícil borrar su ilusión. Hace falta mucho fuego, mucha ceniza. La gente puede seguir contaminando su mundo con una fina y permanente lluvia de odio, de miedo y de muerte, pero el niño de Bansky, entre la nieve que soñaba y la ceniza que le cae, no bajará los brazos. Los mantiene abiertos, firmes. Ojalá nos viéramos reflejados en el espejo de Bansky y en los niños de Dickens. Esos que abren los brazos y entornan los ojos. Los que no pierden la esperanza de que la verdadera nieve comience a caer, lentamente, y el silencio ahogue esa llama con la que los adultos que dejaron de ser niños manchan de ceniza el mural de cada día.

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