Reconozco que, a pesar de llevar toda la vida viendo una y otra vez la misma imagen, no deja de sorprenderme. Y de dolerme tampoco. Las formas cambian pero la esencia sigue siendo la misma. Un señorito hace acto de presencia y miles de andaluces se desviven por tirarse a sus pies, como si en ello les fuera la vida. Las muestras más recientes de este servilismo aceptado con alegría, hasta con orgullo, ha sido en la reciente boda de Sergio Ramos y Pilar Rubio (y es que será verdad lo que decía Iturrioz, el formidable personaje de Pío Baroja: «la naturaleza era muy sabia; hacía el esclavo, y le daba el espíritu de la esclavitud»). No tengo nada en contra de que cada cual celebre lo que le apetezca a su manera. Sin embargo, sí tengo mucho en contra de aquellos sujetos que son capaces de esperar (a menudo junto a sus niños pequeños) interminables horas, bajo un sol de justicia, para saludar desde lejos o hacerle una foto con cara de estúpida felicidad a un futbolista y a una modelo. Hace veinte años se casaban un torero y la hija de una duquesa, y la imagen era idéntica: una masa repleta de desempleados inundaba las calles para ver si podían rozar con sus manos plebeyas la espalda de esos seres superiores.
Me duelen esas imágenes porque son esos sujetos los que perpetúan el tópico del andaluz ignorante, vasallo, cruel con el que está por debajo pero servil hasta perder la dignidad con el que tiene dinero, tierras o poder. No dudo de que haya pueblos que podrían igualarnos en ese hábito degradante de agachar la cabeza delante del señorito, pero los andaluces llevamos tanto tiempo ejerciendo nuestro papel de criados y aduladores, llevamos tantos siglos temblando de miedo o devoción delante del señorito, que nos hemos especializado en un tipo concreto: sentimos predilección por el señorito analfabeto; el terrateniente burdo y zafio; el millonario paleto. Yo tengo mi propia teoría al respecto. Pienso que muchos andaluces sienten ese extraño fervor por esos personajes porque en ellos han depositado la esperanza de cumplir algunos de sus sueños. Cada uno fabrica sus referentes a imagen y semejanza de sus expectativas. Y claro, no pueden soñar con tener la lucidez de María Zambrano o el poder de la palabra de Juan Ramón, porque eso requiere esfuerzo, sacrificio, formación, muchas lecturas y capacidad de superación; prefieren soñar con poseer el coche o el cortijo de cualquier paleto con pasta, porque para eso solo necesitan un golpe de suerte. Una lotería, por ejemplo. Ya comparten nivel cultural, inquietudes y sensibilidad, así que solo les falta el dinero para, de la noche a la mañana, ser como ellos.
Durante el franquismo, mientras otros rincones (esos que ahora se han autoproclamado víctimas de la Historia) se llenaban de empresas e infraestructuras, que nuestra tierra fuera la huerta de España ayudó a eternizar esos tópicos humillantes. Han pasado los años pero basta un paseo por algunos rincones del sur, basta con encender la televisión pública andaluza, para seguir viendo la misma escena. Todavía me quema en la retina un video que me enviaron hace unos meses en el que un niño de unos diez años, arrodillándose y haciendo aspavientos, le recitaba una loa a Cayetano de Alba que hacía sonrojarse al propio señorito y provocaba indignación y vergüenza ajena en medio país (imagino con tristeza que los padres siguen teniendo la custodia del menor).
Son demasiados los andaluces que no se indignan con estos espectáculos bochornosos. Al contrario, se divierten. Me siento andaluz, pero cada vez más diferente de la mayoría de los andaluces. Cada vez comprendo más algunos estereotipos que se fomentan y se mantienen, desde fuera de Andalucía, sobre nosotros; y cada vez comprendo menos a los propios andaluces. Es duro sentir alrededor, a cada paso, la huella amarga de Los santos inocentes que dibujara Delibes.
Otro futbolista andaluz, abanderado de ese humor tan nuestro al que me cuesta encontrarle la gracia, grababa recientemente un video en el Capitolio de Washington en el que alababa el arte de quien limpiaba el suelo. Y claro, qué se puede comentar de las obras de arte cuando no distingues un cuadro de una ventana. Me parecería divertido si no estuviera tan cansado de las mismas ocurrencias: de ese humor “inteligente”, repleto de chistes sobre maricones y lesbianas, cornudos, negros, gitanos y buscavidas. Nunca algo constructivo. Jamás una nota que sirva de referente a nuestros jóvenes. Un humor que hasta me podría hacer reír alguna vez si no fuera porque se utiliza a todas horas para disimular que nunca, jamás, tienes algo interesante o mínimamente profundo que decir. Ser analfabeto y presumir de serlo. Y eso a mí, que soy andaluz, qué quieren que les diga, me cansa y me da pena.