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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaCada vez tengo más claro que una de las principales diferencias entre personas que han llegado a cierta edad es el espacio que siguen consagrando a la imaginación y los sueños. Y, aunque cada vez es más difícil salvaguardar algún rincón de ese mágico recinto en el que nos movíamos con soltura de pequeños, la literatura y el arte siguen siendo armas privilegiadas para combatir la desidia cotidiana que inunda de horas grises nuestros días.

Esta semana he tenido la suerte de recorrer una de esas rutas científicas, artísticas y literarias que el Ministerio de Educación concede a algunos centros educativos. De Madrid a Almagro, desde la luz mediterránea de un Sorolla en el Museo del Prado hasta los claroscuros del imponente Guernica en el Reina Sofía, pasando por laboratorios de arqueología forense, la Casa-Museo del Greco o un horizonte salpicado de grullas sobre las tablas de Daimiel. De entre todas las actividades, destacaban algunas, por su naturaleza y calidad, centradas en el fascinante universo de don Quijote. Así, visitamos la prisión desde la que Cervantes, según algunas tesis, escribiera esas líneas que alargaron para siempre nuestro mundo, recorrimos la cueva de Montesinos, en la que sigue encantada Dulcinea bajo el hechizo de Merlín, y paseamos entre los molinos (perdón, gigantes) del Campo de Criptana.

«Aquellos que allí ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió Don Quijote, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla».

Ya sea por mi profesión o por esa pasión que siento por los libros (es una suerte que la frontera entre tu trabajo y tu pasión se disipe en el horizonte de la literatura), no dejo de preguntarme qué tiene esa obra eterna, más allá de los méritos artísticos y los datos que todos conocemos (obra más traducida de la historia, tras la Biblia; primera novela moderna, capaz de cerrar un siglo y abrir las puertas a una nueva época) para calar tan hondo en el imaginario colectivo. Qué hace que este personaje, tan cuerdo y tan loco, se haya convertido en un símbolo universal con el que niños y adultos de cualquier rincón del planeta siguen conectando desde hace más de cuatro siglos.

Sigo pensando que una obra deja de ser maestra para convertirse en necesaria solo si es capaz de despertar determinadas emociones. Y tal vez sea esa capacidad para girar, como ninguna otra, algunas llaves interiores la que hace que las siluetas de este caballero ávido de aventuras y de su entrañable escudero sigan retando al tiempo y al espacio.

¿Molinos? ¿Gigantes? Pocas balanzas como la de este libro para medir quién vence en esa batalla que se libra con la misma intensidad dentro y fuera de nosotros. Un Quijote idealista que acabará cediendo ante el peso de una sociedad que aplasta nuestras ilusiones; un Sancho práctico, materialista, que terminará añorando ese rincón dedicado a los sueños que empezó a recuperar y a valorar cuando su caballero andante se apagaba. Y nosotros, por dentro, proyectando sus siluetas en ese niño que quiere seguir aferrado a sus ilusiones y en ese adulto que apenas encuentra un resquicio de magia, entre las obligaciones, para seguir enfrentándose a los gigantes que nos rodean. Yo no quiero dejar de formar parte de ese grupo que sigue viendo gigantes en el Campo de Criptana; ese grupo que piensa, como pensaba el inmortal caballero andante, que no hay mayor locura que madurar abandonando nuestros sueños.

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