La sal es y ha sido un producto fundamental en la Historia de la Humanidad, en la alimentación y conservación de los alimentos (salazón de carnes y pescados). Recordemos el origen romano del término salario, pago de sal, ya que en muchas ocasiones se pagaba a los soldados con sal. Precisamente por su importancia, el poder siempre ha sabido que podía sacar un rendimiento de la explotación de la sal. La Corona en España ejerció un derecho exclusivo sobre su fabricación y venta. Las salinas eran propiedad real, aunque se permitió que las Cortes fijaran el precio, al menos hasta que se creó la Superintendencia General de Rentas en el siglo XVIII.
En el año 1631 se creó el Consejo de la Sal, que, en realidad, era un organismo dentro del Consejo de Castilla, constituido por ocho consejeros, uno por cada provincia. Este Consejo se encargaba de gestionar esta renta.
El impuesto de la sal estuvo, en ocasiones, arrendado y otras en régimen de administración, método que terminó por ser el adoptado a mediados del siglo XVIII. La renta de la sal fue empleada en 1632 para cubrir el pago del Servicio de Millones.
La sal provenía de tres orígenes. Estaban las fábricas de sal de piedra en Cardona y Castellar, las de agua de mar y lagunas saladas, de Cádiz, Ibiza y Orihuela; y, por fin, la que se sacaba de fuentes, pozos y manantiales salados.
La sal llegaba al público en unos establecimientos específicos, conocidos como alfolíes, almacenes de sal, aunque la Corona podía obligar a los vecinos de un lugar a que comprasen una cantidad obligatoria de sal a través del conocido como sistema de acopios.