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Jue. Nov 21st, 2024

Gabriel UrbinaHay relatos bíblicos que me siguen fascinando como el primer día que los escuché o los leí, siendo un niño. Los textos de la Biblia, al igual que los mitos y las leyendas, tienen esa dosis exacta de verdad y fantasía que se necesita para que una historia sea eterna, siempre actual, y pueda adaptarse a cualquier época y situación. Entre esas historias, hay una que quedó ligada a mi forma de entender la comunicación y los idiomas: la Torre de Babel.

Según el Génesis bíblico, la Torre de Babel era un edificio majestuoso con el que los seres humanos habían intentado alcanzar el cielo. Asociada a una torre que existió realmente en la antigua Babilonia, parece que tanto el color de su cúspide como su forma pretendían crear la sensación de que la edificación se adentraba, sin permiso, en ese firmamento azul donde residen los dioses que vigilan nuestros pasos. Esta ambición desmedida, lógicamente, molestó a Yahvé, que decidió acabar con aquel sueño sin necesidad de destruir a los hombres. Optó por un castigo menos sangriento y más eficaz. En aquella época, según la Biblia, la Tierra entera hablaba el mismo idioma. Los constructores se ponían de acuerdo fácilmente para lograr sus objetivos, por lo que Dios decidió desorientarlos, haciéndoles hablar distintas lenguas y dispersándolos por el mundo. El nombre de Babel, con el que conocemos hoy en día la construcción, derivaría del verbo hebreo balbal (‘confundir’), puesto que fue allí donde el dios detuvo, confundiéndolos, las ambiciones de aquellos que osaban imitar su poder infinito. Y así nacerían, en palabras de este mito universal, las distintas lenguas que fueron evolucionando y mezclándose hasta formar el complejo árbol lingüístico que existe en nuestros días.

Me encanta imaginar el esfuerzo posterior de los humanos por volver a entenderse, el desarrollo de lenguaje corporal y la mirada, la inmensa labor de los traductores y los intérpretes, y esa alegría, difícil de explicar, que sólo se siente al aprender un idioma distinto al tuyo, como si alcanzaras la llave que abre delante de ti un mundo nuevo en el que cada palabra, cada frase, fuera un puente de luz en medio del abismo. No hay esfuerzo comparable al que se hace en medio de la tormenta y no hay ni habrá nunca mejor maestro que la necesidad. Esa necesidad de comprender y ser comprendido ha sido desde siempre el motor de todo aprendizaje, de cualquier avance, y los idiomas, desde entonces, deberían despertar la misma curiosidad que un mar inexplorado o un planeta por conocer.

Luego levanto los ojos del mito, vuelvo a la realidad cotidiana y me siento rodeado de personas que siguen multiplicando las torres de Babel, utilizando las lenguas como arma arrojadiza, para confundir y separar, para mantener la incomunicación y el aislamiento, para imponer la suya o humillar a quien se expresa en otra. Confieso que me gusta jugar con los mitos, llevarlos al presente, moldearlos. A menudo imagino que el castigo de Yahvé fue mucho más duro, mucho más sutil y difícil de esquivar de lo que cuentan los textos. Sospecho que no sólo hizo que cada hombre hablara una lengua diferente, sino que construyó, dentro de cada uno, una torre a imagen y semejanza de esa otra que intentaban levantar fuera. Y de este modo, la incomunicación y la desconexión estaban aseguradas. Independientemente de la lengua que usaran, no habría sintaxis ni gramática que pudieran salvar los muros imponentes de esa torre que crecía dentro de cada uno, hasta lo más profundo.

Desde entonces, ningún dios ha necesitado confundirnos de nuevo. Estamos separados por algo más importante que un idioma y es por esa forma que tenemos de afrontar nuestra particular torre de babel. Algunos tratan de derribarla; otros disfrutan viéndola crecer cada día; muchos, la mayoría, la buscan fuera sin ser conscientes de que la llevan consigo, a cada paso. Yo trato de aprovechar el castigo (dicen que no hay mal del que no pueda extraerse algo positivo). Con tanto ruido y confusión, ahora es más fácil reconocer quién habla tu mismo idioma, independientemente de su lengua y su cultura. Así, de la misma forma que puedes sentirte solo, incomprendido, entre la gente de tu barrio o tu ciudad, porque usan las mismas palabras que tú para referirse a realidades distintas, también puede ocurrirte lo contrario. Si compartes con alguien una forma de mirar el mundo; si compartes esa forma particular de sentir la vida y afrontar la torre que crece por dentro, las diferencias lingüísticas o culturales se diluyen y ni siquiera los dioses, desde su firmamento azul, pueden evitar el milagro de la comunicación.

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