Somos tan cobardes a la hora de abordar ciertos temas como el amor, el dolor, la muerte o el suicidio, que preferimos convertirlos en tabúes y abandonar a su suerte (cuando no juzgarlas directamente) a las personas que se encuentran ante una terrible encrucijada: ¿Aguanto un poco más o me marcho? ¿Alargo más el sufrimiento de la persona amada, me aferro a la esperanza, o sigo su deseo y la ayudo a despedirse dignamente? A nadie le gustaría tropezar con estos dilemas, pero, queramos o no, son muchas las personas que tienen que afrontar situaciones similares cada año y lo hacen abandonadas o condenadas por una sociedad estancada.
No pretendo simplificar un problema a todas luces complejo y repleto de matices, de interrogantes y dudas. Me conformo con que, de una vez por todas, deje de aplazarse este debate y nuestros políticos asuman al fin la responsabilidad de sentarse en la mesa para abordar el tema. Me importa poco el color de cada partido, sus afinidades ideológicas o religiosas, porque este problema es de todos y cada uno de nosotros. Si hay que discutir sobre los límites legales, si hay que solicitar la opinión de especialistas, si hay que escuchar a quienes han vivido una experiencia similar ha llegado el momento de hacerlo. No podemos seguir escondiendo el bulto ni mantener un código penal que, a día de hoy, condena a alguien por cooperar para que otra persona, después de suplicarlo expresamente durante años, acabe con su sufrimiento.
Las imágenes de Ángel (la vida, a veces, elige nombres con la misma conciencia artística y la misma belleza que un escritor para su novela) compartiendo los últimos momentos de María José son sobrecogedoras. Y aquí el significado del verbo compartir alcanza toda su plenitud, porque han compartido la vida y la muerte, el dolor y la enfermedad, la risa y el silencio. En lo que a mí respecta, no concibo amor más incondicional que el que te coloca, anulando tu egoísmo, en la mente y el corazón de la otra persona para escuchar lo que ella desea con más fuerza que lo que deseas tú. No imagino amor más incondicional que el que te empuja, después de haber intentado durante décadas aliviar el camino de la persona amada, con sus días y sus noches, con sus lágrimas, su desesperación y sus caricias, a compartir con ella, dignamente, su último deseo (el deseo que jamás habrías querido escuchar de su boca).
Que Ángel pasara la noche detenido en los calabozos de una comisaría es alargar de forma irracional e inhumana el sufrimiento de una persona que aún no ha podido vivir su duelo por esa pérdida gigantesca, por ese vacío inabarcable. Que Ángel haya sido esposado y acompañado por las fuerzas de seguridad (afortunadamente, lo han tratado con el cuidado que merecía) en un país donde hay gentuza que se va de rositas tras provocar el sufrimiento o el suicidio de personas que sí querían seguir viviendo es, sencillamente, paradójico hasta el insulto.
En determinadas condiciones, uno debería poder decidir si quiere o no seguir respirando. Y no hablo de vivir, sino de seguir respirando, porque la vida, como la muerte, es un concepto tan subjetivo que cada uno ha de asumirlo y construirlo por dentro, de forma consciente. Tan respetable es que una persona decida abrazar la vida en las mayores adversidades, soportando estoicamente el dolor, la inmovilidad o una enfermedad terminal, como que una persona, en determinadas circunstancias límites, desee ponerle fin al viaje.
Cuentan esos mitos que tanto me han enseñado desde niño que en la caja de Pandora quedó atrapada la esperanza. Y así, a pesar del dolor y de la guerra, del sufrimiento y de todos los males que Pandora había liberado torpemente, el ser humano siempre podría aferrarse a ella para no rendirse. Y yo, aunque me guste ver la vida y la muerte con el hermoso filtro de estos mitos, entiendo que no se puede obligar a nadie a buscar esa esperanza si siente que en su caja particular se perdió para siempre. Contaba Ángel que él y María José eran ateos, que pensaban que después de la muerte no existía nada. Yo no pienso como ellos y me niego a creer que después de este segundo intenso al que llamamos vida todo termine para siempre, pero no dejo de admirar su valentía. Espero de corazón que Ángel y María José estén equivocados y que haya otro camino tras su despedida. De lo que sí estoy seguro es de que las sociedades avanzan y renacen cuando personas valientes nos dan una lección de amor incondicional y dignidad, como han hecho ellos, para que reflexionemos y aliviemos este camino donde que cualquiera de nosotros, o de los nuestros, podría encontrarse algún día ante una terrible encrucijada.