Imagino que es algo que descubrí siendo muy pequeño. Cuando estaba en el colegio y cada día observaba –o sufría– cómo los alumnos que iban en grupo, buscando problemas, insultando y humillando a los que ellos creían más vulnerables, eran totalmente distintos cuando caminaban solos, cuando no se sentían dentro de una tribu que les brindaba impunidad a cambio de demostrar ciertas aptitudes. Alguno, simplemente para que el resto de la manada lo aceptara o se divirtiera un rato, traspasó mis fronteras y me hizo sacar lo peor de mí –a veces la humillación no se podía evitar, pero uno intentaba que no saliera gratis y que al grupo le quedara claro que, por ese camino, había que pagar peaje–.
Posiblemente, si hago un esfuerzo, podría recordar algún momento en el que yo mismo, formando parte de un grupo, actué de un modo que no me hizo sentir nada orgulloso. Tal vez por eso, todavía hoy, me siento incómodo cuando me encasillan como miembro de un colectivo determinado y, si me dan a elegir, prefiero conocer a las personas de forma individual o en grupos muy pequeños. Sigo pensando que las cartas que uno muestra cara a cara son más reales. La mentira, aunque es compañera habitual de determinas personas, camina más incómoda cuando no queda más remedio que mirar a los ojos, o cuando se está en soledad y uno no puede esconderse de sí mismo.
El ser humano actúa de forma totalmente diferente cuando se siente miembro de una manada. Modifica sus esquemas mentales para adaptarlos al rol que tiene en ese grupo y actúa según unos códigos distintos, incluso opuestos, a los que maneja en soledad. Cuando uno está en grupo necesita la aprobación de los demás, y esto es terriblemente peligroso cuando la persona tiene baja autoestima, es cobarde o adolece de superficialidad –algo frecuente en una sociedad que le tiene pánico al análisis profundo–. Basta observar la radical transformación que se produce, cada fin de semana, en los estadios de fútbol. Uno está en el campo y observa cómo individuos que parecen tranquilos y que incluso tienen una actitud sumisa en su trabajo o en su casa se convierten, al unirse al grupo, en energúmenos capaces de decir y realizar las mayores salvajadas, incluso delante de sus hijos pequeños.
Mostrar una opinión discordante, oponerse a lo que hace tu grupo, al endogrupo, es una de las actitudes más complicadas y valientes que afronta un ser humano, ya que el temor a ser rechazado es uno de los miedos más primitivos que conservamos. Sin embargo, solo si somos capaces de decir «no contéis conmigo» o «no voy a permitir esto», uno afirma su dignidad como individuo y demuestra que, más allá de formar parte de esa tribu alienante y a veces mezquina, uno tiene claro cuáles son sus valores, y deja una imagen nítida de aquello que lo define como ser humano.
Me tranquiliza saber que quedan personas que, aunque tengan motivos o excusas –hay tantas excusas para explicar una actitud como razones para evitarla–, aunque el grupo las presione, simplemente no están dispuestas a traspasar ciertos límites. Yo he tenido la suerte de haberme encontrado con algunas de ellas a lo largo de mi vida. No sé si es casualidad pero suelen ser alegres, inteligentes y, sobre todo, saben disfrutar de la soledad. Son personas autocríticas que no buscan constantemente una distracción para no pensar, para no mirarse por dentro. Saben que necesitan de la tribu para sobrevivir pero a menudo se alejan de ella para cuestionar sus valores.
La historia ya nos ha mostrado lo que un pueblo, incluso un país, es capaz de hacer cuando se siente parte de un grupo y lo sigue por inercia. La literatura y el cine nos recuerdan constantemente la importancia de la soledad para observar, lejos de la tribu, el mundo que nos rodea con una mirada crítica. ¿Recuerdan la magnífica película Bailando con Lobos? Si no fuera por ese personaje invisible de la soledad, esa soledad sin límites que se encuentra el teniente Dunbar al llegar a la frontera, tal vez nunca se habría cuestionado sus propios códigos, no se habría enfrentado a los suyos y, por supuesto, jamás habría soñado un mundo mejor en el que sembrar su verdad. Porque «de todas las huellas de esta vida, hay una especialmente importante: la huella de un ser humano verdadero».