Si quedaba alguna duda sobre el valor que tienen la cultura clásica, el griego y el latín para nuestros políticos y representantes, solo hay que asomarse al nuevo proyecto de Ley (¿educativa?) que se está presentando en las Cortes. Ni siquiera se nombra ese legado que sostiene las raíces de nuestro mundo. Siguen echando tierra sobre la herencia clásica y las Humanidades porque no saben ya cómo mostrarnos que hay que enterrar todo aquello que no pueda ser rentabilizado a corto plazo. Y, cuando ellos hablan de rentabilizar, se refieren a algo tan básico como mercantilizar la educación y la cultura. No se plantean lo rentable que sería asentar las bases para construir una sociedad mejor, tomando modelos fundamentales y referentes humanistas. No. Para ellos, si algo da dinero rápido, es rentable y se fomenta (aunque nos haga desembocar en nuevas crisis y burbujas). Si no lo da, se entierra. Carpe diem que tempus fugit.
No sería necesario explicar la importancia de proteger nuestra herencia, nuestra forma de interpretar y sentir la realidad que nos rodea, si no viviéramos en una sociedad desquiciada. Lo entiende cualquiera que tenga un mínimo de sentido común. Es simple: si no conocemos las raíces de nuestra lengua, de nuestra cultura, no podemos comprender, regar o mejorar nuestro mundo. Tal vez haya quien piense que eso del mundo clásico no es de su interés, pero bastaría con preguntarle: ¿te gusta el cine? ¿La pintura? ¿La música? ¿Los videojuegos? Más sencillo aún: ¿hay algo que te interese o te guste? Porque todo, absolutamente todo, está inundado por ese mar, a veces en calma y a veces tempestuoso, del mundo clásico. Sin Ítaca, sin las Parcas y sin Penélope no puedes entender a Serrat ni a los que bebieron de él; sin Aquiles, sin Ícaro, desaparecen canciones de Led Zeppelin o de Iron Maiden. Borra la mitología y se desvanecerán poemas de Manrique, Rubén Darío y Garcilaso, cuadros de Goya y películas de Kubrick o Amenábar. Sin ese universo fascinante que se levantó en griego y en latín, no quedaría en pie una sola de nuestras bibliotecas o salas de museo, y no habría ópera, teatro o concierto que pudieran soportar tanto silencio.
Y no me refiero a dedicar la vida al estudio de esas lenguas. Bastaría con que tuvieran más protagonismo en nuestro sistema educativo, en nuestra labor cotidiana en los centros. Es imposible entender nuestra cultura sin acudir a Platón o Aristóteles, sin conocer a esos autores, héroes y dioses que encarnaron nuestros miedos, sueños, defectos y virtudes para explicar nuestro mundo y retratarnos por dentro. La democracia, la política, la educación, la psicología… Cómo nos despedimos de nuestros seres queridos o expresamos la alegría o el dolor; cómo debatimos en la intimidad o nos dirigimos al público. Todo nace ahí. En cada gesto, en cada palabra, están las huellas de la cultura grecolatina. Sin ella, ¿cómo entender la crítica a Occidente que realizó Nietzsche apoyándose en las figuras de Apolo y Dioniso? ¿Cómo comprender que los cien ojos del gigante Argos, el que todo lo vigila, ya anticipaban el mundo de redes sociales y aplicaciones que roban y venden nuestra privacidad?
De todas formas, nos repiten que no hay que alarmarse. Aunque dejemos en la cuneta la herencia grecolatina, podrás seguir visitando un museo en Florencia, ver una película sobre Medea, leer un poema de Quevedo o pasear por una calzada romana. De hecho, aunque no entiendas nada, podrás hacerte un selfie bonito mientras lo estás haciendo para demostrar que el mito de Narciso es atemporal.
Con el latín y el griego en fosas comunes, acompañando a la filosofía o a la música, parece que tendremos que seguir asistiendo a ese espectáculo lamentable de ver a los dirigentes empeñados en enterrar nuestro pasado y, consecuentemente, nuestro presente y nuestro futuro. Han elegido llevarnos por el Leteo y convertir en cenizas nuestras raíces. Sin embargo, no puedo dejar de imaginar que vendrán tiempos mejores, sociedades mejores, y sigo soñando con que la cultura clásica, el latín y el griego resurgirán, como el Ave Fénix, para recuperar el sitio que merecen. Tal vez sea entonces cuando se detenga el llanto de Casandra y comprendamos que la esperanza que quedó en la caja de Pandora tiene el acento de Ovidio, Homero o Virgilio.
Sí, me queda esa esperanza. Ojalá llegue el día en que volvamos a cuidar nuestras raíces y, cuando se recuerde que hubo quienes, desde el poder, despreciaron hasta el infinito las Humanidades, las carreras de Letras (esos caminos para tontos, sin salidas, para aquellos que no pueden aspirar a algo mejor), solo quede un ubi sunt junto a sus nombres. Porque, por más que sigan echando tierra sobre el latín y el griego, algunos seguiremos pensando que esas lenguas no solo no están muertas, sino que siguen latiendo con fuerza en cada palabra, libro, película, cuadro, juego, música o paisaje que sentimos, compartimos, soñamos o imaginamos.