Si quieres, tal vez no puedas. Y no pasa nada. A pesar del ruido, no pasa nada. A nadie le asombra ya que, desde políticos a formadores, pasando por pseudoescritores y gurús de la felicidad más edulcorada, nos bombardeen diariamente con esos mantras que parecen querer rescatarnos de nuestros abismos para llevarnos a esa luz en la que supuestamente residen otros. Esa piedra angular de la autoayuda más destructiva: «Si quieres, puedes» —¿y qué pasa con todo lo que he deseado con todas mis fuerzas y, a pesar de intentarlo una y otra vez, no pudo ser?—; o esa frase venenosa capaz de tirar por tierra todo el esfuerzo que hayas realizado para superar cualquier obstáculo y alcanzar un objetivo: «Estaba claro que lo conseguirías»—¿claro?, ¿tan claro como las demás veces que no lo pude conseguir?—.
El principal problema de esta forma de entender la vida no son las mentiras con las que se sustenta, ni tampoco el interés evidente por sacar beneficios electorales, personales o económicos aprovechando la desesperación de un grupo de personas (cada vez más amplio) que no encuentra alivio a sus vacíos (pregunten, si no, qué tal le va a un tal Paulo Coelho). El principal problema es provocar exactamente el efecto contrario en la persona que recibe el mensaje. Es decir, culpabilizar a la persona que no consigue su objetivo de no haberlo deseado suficiente, de no haber logrado un sueño que estaba en sus manos y ha dejado escapar incomprensiblemente. Y, ligado a este problema, uno no menos relevante y que se ha convertido en epidemia entre niños, jóvenes y adultos de esta sociedad inconsciente hasta el ridículo: la intolerancia al fracaso, a los abismos oscuros, al dolor o a la frustración.
Cuando alguien es incapaz de tolerar un fracaso (o varios), ya sea en el ámbito personal, profesional o sentimental, se vuelve frágil y se expone a que la vida lo haga añicos en cualquier momento, de un soplo. Porque las pataletas y los llantos que le sirvieron para que sus mayores (responsables en gran parte de hacerlo tan vulnerable) se pusieran a sus pies, no van a servirle con la vida. A la vida no le conmueven tus gritos ni tus súplicas, y tampoco tus prisas ni tu ansiedad, porque maneja su propio tiempo, sin alarmas ni relojes. Por eso me parece nefasto que los medios de comunicación cedan siempre el micrófono a aquellas celebridades que hablan de sus éxitos, de las dificultades que superaron para lograr esos sueños que les han dado fama y supuesta felicidad. Sería muy interesante y constructivo escuchar con más frecuencia a algún personaje público hablando de los sueños que no pudo cumplir, a pesar del esfuerzo; de esos fracasos que, aunque dolieron un tiempo, le sirvieron de impulso para focalizarse en otros sueños que seguían latiendo.
Siempre trato de recordarme que tan importante es soñar como controlar el vuelo de esos sueños. Me gusta importar los consejos de Dédalo para no dejar que los sueños se acerquen al sol, no sea que se derritan, ni vuelen tan bajos que se deshagan con la primera embestida de una ola. Y es que tan destructivo es soñar sin conciencia como ser conformista. También me recuerdo la necesidad de repartir los sueños. No es sano enfocarse en una única salida porque, si esa puerta se cerrara por cualquier motivo, uno se sentiría perdido (la depresión o el suicidio a menudo comienzan por no poder apartar la mirada de esa puerta cerrada que no te deja ver otras puertas o ventanas que siguen entreabiertas). En cambio, si no limitas tus sueños, si dejas que sigan naciendo de un modo natural, irás cumpliendo algunos y tendrás fuerza para aceptar, con una tristeza temporal y sana, que otros no se cumplieron ni se van a cumplir jamás. Y no pasa nada.
Lo cierto es que, aunque desees algo con todas tus fuerzas, tal vez no puedas conseguirlo. Y la vida es más emocionante así, viendo un reto en cada paso, moldeando tus ilusiones con tu fuerza de voluntad, aprendiendo que no todos tus sueños tienen tu medida ni la vida se reduce a un único deseo, por muy bonito e intenso que este sea. Espero llegar al final del camino con la felicidad de haber cumplido unos cuantos sueños, con la espina y el aprendizaje de otros tantos que no pude ni supe cumplir y, por qué no, sabiendo que algunos se quedarán pendientes para siempre. Si, cuando se acabe mi tiempo, me quedan sueños por cumplir, será (y esto es lo importante) porque no dejé de alimentarlos nunca.