«Algunos escribimos novelas para ser felices, seguir jugando como cuando éramos niños, reescribir los libros que amamos a la nueva luz de nuestras propias vidas». Escribía esto Pérez-Reverte recientemente, en su artículo «Un amigo peligroso». Tal vez se puedan resumir así todos nuestros sueños, miedos e inquietudes. Quizá, en el fondo, cualquier ambición o deseo desemboque siempre en ese mar en el que esperamos reencontrar la mirada de ese niño que fuimos una vez. Cuando hablamos de jugar, o de ser feliz —a menudo me parecen sinónimos—, deberíamos hablar en presente, pero solemos recurrir a nuestros recuerdos de la infancia. Y es ese contraste entre nuestro presente y nuestro pasado, precisamente, el que tiñe de gris la vida de muchas personas. Me quedan pocas certezas, pero una es que cuanto más lejos te encuentres de ese niño que fuiste jugando, más difícil será aceptar el mundo actual que te rodea.
Cuando dos niños se encuentran en un parque, no se preguntan el nombre, ni dónde viven. Huyen de lo superfluo y se centran en lo que realmente importa. «¿Jugamos?», se dicen, y de esa pregunta nacen nuestras primeras amistades, a veces, para toda la vida. Jugar es tan necesario para nuestra salud física y mental como comer, beber agua o dormir. El juego nos libera del estrés, nos hace más perseverantes, nos enseña nuevas formas de resolver problemas y pone en contacto nuestro universo con el de los demás. Esa empatía que tanto necesitamos en esta época, en parte, se desarrolla así, jugando, compartiendo y conociendo la forma de jugar —la forma de ver el mundo— que tiene el que está enfrente.
Una sociedad está gravemente enferma cuando acabamos pensando, como muchos jóvenes y adultos, como muchos padres y profesores, que jugar es de niños, que el juego es una pérdida de tiempo. Esa idea, que no es más que una consecuencia de la obsesión por la productividad que nos han inculcado, es un virus que no deja de extenderse y que hace que el camino que va del lunes al viernes, para muchas personas, se convierta en una pesadilla interminable. Por eso trato de explicar a mis alumnos que nunca midan el éxito o el fracaso en términos absolutos. Para mí, no hay mayor fracaso que despertar cada lunes soñando con el viernes.
Pero basta con analizar nuestro sistema educativo para entender algunas causas de esta enfermedad. Nuestro sistema apenas ha cambiado en lo fundamental desde aquel método al que la Revolución Industrial aportó ese concepto de productividad y trabajo en serie que llega a nuestros días. Es un sistema trampa en el que, cuando eres pequeño, aprendes a leer jugando, a contar jugando, y vas entusiasmándote poco a poco en ese mundo infinito de curiosidad, descubrimiento y diversión. Cuando te das cuenta, comprendes que te han ido robando, poco a poco, el elemento lúdico, y estás dentro de una jaula en la que no puedes imaginar ni crear, sólo repetir. Y así, repitiendo frases y teorías, te van empujando hasta que sales al mundo exterior con la curiosidad moribunda y una sensación de engaño difícil de olvidar.
Asignaturas como Música o Educación Artística solían gustar a los alumnos y por eso pusieron en alerta a los padres y a los «sabios» de la educación en nuestro país. Suenan a algo demasiado lúdico y, en sus mentes «ilustradas», lo lúdico y lo productivo son conceptos incompatibles. «Menos tonterías, menos distracciones, y más dedicación a las asignaturas serias», escucho a menudo decir a compañeros profesores y a algunos padres. Tan enfermos estamos que el simple hecho de sonreír mientras realizas una actividad ya pone nerviosos a jefes y profesores, porque si estás disfrutando mientras trabajas o estudias es que algo va mal, hay algo que no estás haciendo correctamente. Triste.
El juego es la materia prima del arte y la cultura. Tendemos al juego de forma natural, desde siempre. Está tan ligado a la vida que, cuando dejamos de jugar, de alguna manera, dejamos de vivir. Hay algo lúdico en todo lo que me apasiona, desde el aprendizaje de un idioma hasta el deporte, del baile a la pintura, pasando por el teatro, las manualidades, el arte, la fotografía o el cine. El día que no descubra las reglas del juego que hay detrás de cada actividad que me interesa, de la escritura o la enseñanza, sentiré que he perdido el sentido de mi vida. Espero que aparezca alguien, entonces, y me resucite con esa palabra mágica, con esa pregunta que logra encajar, en un instante, mi mundo presente con el del niño que fui: ¿jugamos?