La frase del título, atribuida habitualmente a Groucho Marx, es tan genial que hace reír y pensar a partes iguales. Me parece una síntesis perfecta no solo de la situación política que estamos viviendo, sino también de su reflejo en redes sociales y medios de comunicación, donde los simpatizantes de cada partido parecen no tener más principios que los que su grupo vaya dejando sobre la mesa, aunque sean absurdos, improvisados o contradictorios.
Estos días se ha debatido mucho sobre el trato que merecen las víctimas en este país. Ningún partido político ha definido claramente su postura porque todos, sin excepción, siguen tratando a las que consideran sus víctimas de forma diferente. Si a un partido le molesta la singularización de una víctima, reclama y defiende, en cambio, la particularización de otras. Si otro partido no quiere saber nada de identidad y memoria, ni de huesos ni de cunetas, cuando se trata de las víctimas del franquismo, sí está dispuesto a homenajear con nombre y apellidos a una víctima de ETA. Estas semanas se ha comprobado, una vez más, cómo dos partidos con ideas aparentemente antagónicas podrían intercambiar sus discursos, palabra por palabra, si el contexto varía. Ha ocurrido tantas veces que no es necesario extenderse en ejemplos. Lo que sí me parece preocupante, y hasta lamentable, es que los simpatizantes de estos y de cualquier otro partido nunca alcen la voz en contra de su grupo para afirmar y preservar sus propios valores como individuos —imaginaba yo, pobre iluso, que los principios de una persona eran más fuertes y no tenían que coincidir siempre con los de su grupo—.
Yo puedo entender los factores que determinan las maniobras cambiantes de un partido: su ideología, los acontecimientos históricos, la corrupción y las luchas de poder que van envenenándolo por dentro, las estrategias para conseguir más votos… Lo que no alcanzo a comprender, en cambio, es la facilidad con la que los simpatizantes de cualquier partido se convierten en seres irracionales, sin valores propios, cuando asumen como suyos todos y cada uno de los principios del grupo al que votan, sean cuales sean, llegando a defender salvajadas o estupideces sin inmutarse.
Es desesperante comprobar que las mismas personas que se emocionan en un homenaje a García Lorca, al que asesinaron y trataron de humillar de la forma más cruel y repugnante, miran hacia otro lado si de quien se habla es Reinaldo Arenas. Es vergonzoso que aquellas personas que defienden la inmediata expulsión de un político imputado comenten, en las mismas redes sociales, que a tal político de su partido lo han imputado por venganza, y, por tanto, no debe dimitir. Me parece ridículo que los fiscales y los jueces sean independientes y honorables, para muchos, solo hasta que encarcelan o imputan a alguien de su partido. No seré yo quien defienda la independencia de estos señores, pero, si es cierto que no lo son, imagino que no lo serán nunca y habrá entonces que cambiar las reglas del juego, ¿no?
Y aquí surge la cuestión principal: ¿cuáles son realmente las reglas de este juego? En un país donde se nos educa desde pequeños para defender a un equipo con la misma fuerza con la que debemos odiar al equipo contrario, imagino que las reglas, simplemente, no existen. Todo vale si te permite justificar a tu grupo atacando al otro. No hay más. Los gobernantes y las redes sociales son dos espejos en los que una sociedad queda fielmente reflejada. Si los políticos a los que votamos cambian de principios cada vez que les interesa y nosotros no hacemos más que justificar a los nuestros, tal vez debamos plantearnos que los que no tenemos principios somos nosotros. Desde hace meses, entre medios de comunicación y redes sociales, creo haber contado tres o cuatro personas capaces de discrepar, públicamente y con contundencia, de alguna decisión del partido al que votan o pertenecen. Me pregunto si la frase atribuida al ingenio de Groucho Marx no se estará convirtiendo en algo tan común que pronto dejará de sorprender y divertir.