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Lun. Nov 25th, 2024

Gabriel UrbinaTres centésimas de segundo. Es lo único que hace falta para que algunos vean y admiren el éxito o se lancen a interpretar las causas de un rotundo fracaso. Así de simple ―y triste― es como a veces focalizamos una meta, olvidando siempre el camino recorrido, el esfuerzo individual y la constancia de una superación personal que, para algunos seres especiales, no termina mientras dura este instante al que llamamos vida.

Hace unos días vibré, como muchos a los que nos gusta este deporte, durante los momentos previos a la carrera de cien metros lisos en la final del Mundial de Atletismo de Londres. Con esa carrera se despedía un deportista irrepetible: Usain Bolt. El Relámpago jamaicano había decidido que era la hora de retirarse de las pistas y la competición, y el momento parecía inmejorable para poner el broche final a una trayectoria impresionante, en la que no solo ha pulverizados todos los récords, sino que ―tal vez esto sea lo más importante― ha sido un ejemplo de cómo el deporte y el sacrificio personal no están reñidos con la sonrisa y pueden cambiar la vida de niños y adultos en cualquier rincón del planeta.

Todos esperaban esa victoria que despidiera de forma justa al mejor velocista de todos los tiempos. Pero la vida y el propio Bolt ―por eso es especial― no entienden la justicia como la entienden la mayoría, los que se sientan en un sofá a ver la carrera o los que tienen que escribir un titular deportivo. Ni siquiera quedó segundo. Quedó tercero. Para muchos fue el triste final de un reinado, una amarga derrota o, incluso, una terrible humillación ―como han titulado algunos medios de desinformación masiva―. Lo que separó a Bolt de una victoria más, de otros titulares, fueron tres centésimas de segundo. Es una porción de tiempo tan pequeña que apenas nos permitiría pestañear. Sin embargo, no he dejado de escuchar y leer que esas centésimas han tirado por tierra meses de sacrificio y de entrenamiento, ensuciando un final que estaba escrito de otra forma.

Me cuesta entender que especialistas deportivos y tertulianos sean tan cortos de miras, en el deporte y en la vida. Si Bolt es la persona que es, el deportista en el que se ha convertido, es porque hace mucho tiempo que no compite contra ningún rival, sino que eligió correr contra sí mismo ―y por eso no podía perder―. Bolt descubrió hace mucho que lo más importante que puede hacer un ser humano es mirarse por dentro, en la soledad de un entrenamiento o de la almohada, y allí, en ese espacio en el que no podemos escondernos de nosotros mismos, buscar todo aquello que uno puede mejorar para ofrecer la mejor versión de sí mismo. Las horas de entrenamiento, de esfuerzo y sacrificio, sin perder nunca la alegría de vivir, son las que hacen que una persona normal se convierta en un ser único, como lo es Bolt.

Parece que esto último lo entendió bien Gatlin, el corredor que ganó la prueba. Lo primero que hizo fue ponerse a los pies de Bolt para rendirle homenaje. Después, lo abrazó con respeto y admiración. Algunos pensamos, como Gatlin, que el oro suele apestar cuando no lo salpican otros valores, y que el bronce es oro si cuelga de alguien que lleva una vida mostrando cómo luchar para dar, en cada cita, lo mejor de uno mismo.

Tal vez el motivo por el que me hipnotiza esta prueba, desde pequeño, es porque me parece una metáfora perfecta de cómo veo la vida: una oportunidad que dura poco ―unos años, unos meses o tres centésimas de segundo―, y que no merece la pena si no la vives con intensidad, sabiendo que nunca se gana, pero tratando de construir, mientras dura, tu mejor versión. Bolt no fue el más rápido, pero fue el mejor Bolt que pudo ser en ese momento, el más intenso, y necesitamos personas que iluminen, como un relámpago, un tiempo oscuro en el que reinan el conformismo, la inercia y la apatía. Yo, al menos, voy a echar de menos esa luz.

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