Pocas historias son capaces de despertar en nosotros las sensaciones que despiertan los mitos clásicos. Ovidio dibujó para la posteridad muchos de esos mitos en Las metamorfosis, pero el poeta va saltando de una historia a otra de una forma tan rápida y brillante, que a menudo me deja con ganas de profundizar en algún relato concreto. Por eso, donde Ovidio puso punto y final a un mito, mi imaginación sólo puso puntos suspensivos, y ahí va, alimentándose de otros textos y pinturas, saciando esa curiosidad que a veces se desata en mí.
Así me ocurre con el mito de Pigmalión, ese formidable escultor que, siendo rey y cansado de buscar sin éxito a la reina perfecta, acaba enamorándose de una de sus esculturas. La diosa Afrodita, conmovida por la pasión que Pigmalión siente por su propia creación, accede a dar vida a su escultura, permitiendo al rey tomar como esposa a su amada, a la que llamó Galatea.
Imagino que no fue fácil para Pigmalión, después de haber esculpido e imaginado cada rincón, cada centímetro de su escultura, después de perfilar sus ojos y su boca, tras soñarla una y mil veces, descubrir que Galatea, ya de carne y hueso, hablaba con voz propia, tenía sus propios sentimientos y su manera peculiar de mirar. Aunque el mito no profundiza en esta parte, yo me he preguntado muchas veces si Pigmalión trató de seguir esculpiendo y moldeando a Galatea o la quiso tal y como era, olvidándose del ideal que había soñado tantas veces. Cuando imagino el temor de Pigmalión al descubrir que no se puede esculpir el interior de una persona según nuestro deseo, no puedo evitar preguntarme si no es el mismo temor que todos sentimos cuando, tras haber idealizado –construido, al fin y al cabo– a alguien durante un tiempo, descubrimos que esa persona es real, de carne y hueso, con sus propios miedos, complejos y necesidades.
El tema de la creación de otro ser, a fuerza de pasión, talento y trabajo, es recurrente en la literatura y el cine. Desde clásicos como la eterna novela de Carlo Collodi Las aventuras de Pinocho hasta obras de tintes góticos y románticos como el Frankenstein de Mary Shelley, pasando por recreaciones cinematográficas como las del genial Tim Burton, el arte no ha dejado de abordar el tema de jugar a ser dios en un intento desesperado por desterrar nuestros miedos y llenar un vacío vital que no logramos superar.
Es tanta la influencia de este mito que en psicología se denomina efecto Pigmalión al hecho de provocar que una persona modifique su conducta para adaptarse a lo que esperamos de ella. Es decir, que somos capaces de moldear con nuestra actitud la forma de ser de alguien y de este modo confirmar las expectativas –positivas o negativas– que teníamos previamente. Así, si pienso que eres una persona antipática, mi forma de interactuar contigo acabará provocando que realmente te comportes de un modo antipático conmigo. Si como profesor espero mucho –o poco– de un alumno, crearé las situaciones para que ese alumno en cuestión acabe mostrando lo que espero de él. Fascinante, ¿no?
Siempre me pareció que lo más interesante de este mito es lo que no se cuenta. Tal vez, si nos olvidamos de los demás y nos centramos en esculpirnos a nosotros mismos, si nos esforzamos en limar nuestras asperezas y vamos perfilando nuestra forma de mirar, llenando nuestra existencia con aquello que nos motiva o interesa, no sentiríamos la necesidad de llenar ningún vacío con alguien que nunca, jamás, tendrá la medida exacta de ese hueco que sólo podemos cubrir nosotros mismos. Si nos centramos en moldear nuestro propio universo, en desarrollar nuestras inquietudes y pasiones, tal vez ya no sentiríamos la frustración de Pigmalión, su temor por no lograr esculpir como deseamos a la persona que tenemos cerca. Y tal vez, quién sabe, el enamoramiento dejaría de confundirse con la necesidad de cambiar y poseer al otro.