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Dom. Nov 24th, 2024

Hace unos días, vi en Arte TV un reportaje sobre el Millennial whoop, esa secuencia melódica repetitiva, basada en dos notas y multiplicada hasta la saciedad por cientos de canciones y artistas del universo pop de decenas de países. Es tan simple que no va acompañada de letras, sino de interjecciones como oh que se alargan durante toda la secuencia (sí, tan simple que, a su lado, una estrofa de reguetón parecería escrita por Quevedo). Me llamó la atención la intervención del músico y productor Loomis Green. Ante la pregunta de por qué se estaba volviendo tan popular esa fórmula, respondía, con sorprendente claridad y contundencia, que cada vez somos más simples, más básicos. 

El músico explicaba, con tristeza e ironía, que cada vez hay más productores y artistas que sacan canciones sin haber tocado en su vida un instrumento musical. Les basta con manejar un par de botones de un programa informático. La música se simplifica hasta límites insospechados (habría que preguntarse cuándo debería dejar de considerarse música) y la gente se va alejando de la realidad. La realidad, a menudo compleja, requiere de un análisis profundo, consciente, cargado de matices, pero la gente está agotada, estresada, trastornada por esos estímulos infinitos que le llueven desde todas partes, y solo busca distracción, entretenimiento rápido, un somnífero placentero.

Este monopolio de la simpleza no tiene nada que ver con la simplicidad o la sencillez. Aunque parezcan palabras similares, encierran significados muy diferentes. La sencillez es una cualidad que algunas personas traen de serie. Pueden ser profundas, interesantes, pero sin estridencias, sin ostentación, sin necesidad de llamar la atención por fuera. También puede ser el resultado de un trabajo consciente y voluntario. Sin embargo, la simpleza es totalmente diferente. No requiere esfuerzo porque es, precisamente, no utilizar el razonamiento, quedarse en la mera superficie, presumir de la ignorancia o exhibir la estupidez. 

Y bueno, esto podemos extrapolarlo a cualquier ámbito de la vida. En una charla reciente, Toni Nadal, entrenador y tío del tenista, apuntaba la que para él (y yo coincido plenamente) era una de las principales lacras de nuestro tiempo: la falta de atención. Sin atención no hay aprendizaje ni crecimiento. Es imposible la superación. Sin ese motor que nos permite observar, analizar, comparar o modificar conductas, el ser humano deja de ser, precisamente, humano. Sin atención, se anula la voluntad del individuo. Hay tanta información contradictoria, hay tanta estimulación alrededor, que la atención es el único filtro que nos queda para protegernos y discriminar bajo ese bombardeo vertiginoso y aterrador al que estamos expuestos desde que nos levantamos hasta que volvemos a dormir.

No sé hasta dónde vamos a seguir simplificando la música, la literatura, los videojuegos o el cine para que un grupo considerable de gente, cada vez más básica, siga consumiendo sin pestañear. Lo que sé con certeza es que, como en cualquier monopolio, la ley de la oferta y la demanda se controla y cada vez cuesta más encontrar un producto “cultural” que no responda a esa simpleza que tiende hacia la nada. La tecnología, que tanto nos ha ayudado a evolucionar y crecer, está siendo también engullida por esta tendencia, y no pasa un día sin que surja un nuevo programa, una nueva herramienta, cuya única finalidad es facilitarte una meta complaciente. Cada vez hay más aplicaciones que no buscan que aprendas algo, que mejores en algo, sino entregarte un producto final terminado, que no requiere esfuerzo ni atención porque se trata de un producto vacío.

Es cierto que cada vez hay más personas incapaces de permanecer dos minutos prestando atención durante una conversación, una canción, un diálogo cinematográfico o una puesta de sol. Pero hay algo todavía más inquietante: cada vez hay más personas que no pueden estar más de un minuto sin pasar de un estímulo a otro. No retienen ni aprenden nada, no escuchan ni memorizan lo más relevante (¿qué puede ser relevante sin el filtro de la atención? Sin un análisis mínimamente complejo, cualquier información es igual de importante o desechable que otra), pero reclaman más y más estímulos nuevos. Y esos estímulos, cada vez más simples, más rentables, se siguen fabricando y vendiendo sin tregua. Un mundo monopolizado, diseñado a medida, a imagen y semejanza de sonámbulos, es un mundo vacío. Con luces de neón por fuera, pero sin palabras por dentro. Un oh soporífero, encerrado entre dos notas, en un bucle infinito.    

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