Aunque cada vez quedan menos, soy de los que, cuando se cruza con dos árboles que están a una distancia cercana, no puede evitar ver con claridad una portería. Una portería de larguero imaginado como esas que me vieron crecer en las calles, callejones y parques de mi barrio, con un balón siempre en la mano. Se me dibuja una sonrisa y me voy perdiendo por recuerdos que me llevan a esos partidos de liga después de viajes interminables en autobús, o a esos otros improvisados, en zapatos y ropa de vestir, aprovechando la ausencia de algún profesor en el instituto. Lo que importaba era vivir un deporte que nos hacía soñar cada día. La pasión que tengo por el deporte en general y por el fútbol en particular –sigo jugando y, cuando puedo, me acerco al estadio a ver a mi equipo– hace que intente perdonarle todo aquello que no me gusta, aunque cada vez me resulta más difícil.
Observo el lamentable espectáculo en el que muchos han ido convirtiendo este deporte y la sonrisa se desvanece en un completo desencanto. Cada vez entiendo más a los que critican el circo mediático, simplón, en el que se va transformando un juego tan profundo y complejo. Como si hubieran entrado en mi casa, durante mi ausencia, y la hubiesen desvalijado, apenas encuentro ya esas sensaciones que de niño me hacían temblar de ilusión. Sea por la saturación de partidos, la relevancia injustificada de todo lo que le rodea, los salarios criminales o por ese olor a mafia y corrupción que no se disimula ni con el perfume más caro de sus estrellas mediáticas, lo cierto es que ya no siento ni puedo sentir lo mismo.
Las multinacionales, los grandes grupos de comunicación, los bancos y los patrocinadores extranjeros se reparten un pastel que cada vez sabe más a plástico y petróleo, a niños cosiendo a mano en países despedazados y a un guion teatral que escriben los mismos que pisotean los derechos humanos y financian el terrorismo mientras limpian su imagen dejando su nombre en una camiseta. Las victorias se calculan en euros y, en euros, se amañan eliminatorias, se compran derechos de transmisión y se ceden jugadores desconocidos, engañados, para blanquear un dinero negro que se comporta como el cáncer de un deporte agonizante.
No es justo generalizar y claro que sigo sintiendo, en ocasiones, esa chispa que me hace vibrar. Es cierto que quedan profesionales admirables. Pero muchos jugadores parecen recién salidos de una fábrica de clones y, con un vocabulario limitado a unas cuantas palabras, actúan con la misma insolencia y desfachatez con la que actúan sus clubes y representantes. El ejemplo que dan a los niños que se inician en este mundo es, salvo excepciones, que todo vale con tal de preservar tu caché: el narcisismo enfermizo, la competitividad más insana, el desprecio por los compañeros… Y en este guion, algunos periodistas deportivos y comentaristas –los hay que apenas saben escribir o analizar una táctica– son los que jalean, los hooligans encargados de calentar el ambiente para poder vender luego, en un negocio redondo, la violencia de esos supuestos aficionados que han visto en el fútbol su campo de batalla perfecta, el vertedero donde vomitar todas sus frustraciones.
Me queda la esperanza de seguir escuchando a niños que sueñan con el partido que tienen después de las clases y a niñas que, con un balón en los pies, gritan que necesitamos un mundo más justo. Y me queda la alegría de ver, allí donde la pobreza campa a sus anchas, a esos pequeños que la regatean sonriendo, ilusionados, jugando al fútbol con una lata o un trapo anudado. Son ellos, junto a quienes pagan por jugar cada semana, con los amigos del barrio, los que siguen manteniendo viva la magia de un deporte que se va apagando poco a poco, y que apenas sigue brillando en los estadios de algunos clubes o en las botas de algunos futbolistas que deslumbran con su talento.
Ojalá llegue un día en el que los dueños de este deporte no sean empresarios y mafiosos que sólo ven en él una inversión segura para mantener su imperio. Ojalá el fútbol se salve. Mientras sigan esos señores haciendo de él un espectáculo a su antojo, no creo que su encanto resista mucho más. Ellos no lo aman, no lo practicaron nunca y jamás verán, como vemos algunos, una portería entre dos árboles. A veces, incluso, tengo la impresión de que quienes han ido dejando sin árboles mi barrio son los mismos que están robando la magia al deporte más maravilloso que he practicado nunca.