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Sáb. Abr 20th, 2024

Elecciones, Trump y la comedia del arte

Gabriel UrbinaImagino que les suena la comedia del arte (Commedia dell’Arte), ese género del teatro popular del siglo XVI que, sobre un guion fijo y esquemático, dejaba un margen amplio a la improvisación de sus actores —con personajes estereotipados como Arlequín, Polichinela o El Doctor—. Se creaba la ilusión de libertad y se provocaba constantemente la carcajada, el asombro o el espanto de un público que podía participar en la pieza, tomando algunas decisiones poco relevantes. Yo estudié que este tipo de representaciones había desaparecido durante el siglo XIX. Pero no, basta con asistir al espectáculo de la política actual para comprender que la comedia del arte sigue viva, más viva que nunca.

Mientras escribo estas líneas, una parte importante del mundo está preocupada y asombrada porque uno de los personajes más paletos, machistas, racistas y grotescos de la historia reciente —a pesar de la feroz competencia— presidirá el país más poderoso del mundo. Sin duda, ha sido el personaje que ha despertado más emociones —sea pánico, simpatía o asco—. Dice lo primero que piensa, aunque sea despreciable o humillante, y eso le ha ha dado popularidad ante miles de espectadores que están hartos de candidatos planos, aburridos y previsibles como los que ofrece la política establecida. «Votadme. Yo no soy un político», decía Trump, en una de las frases más inteligentes e ingeniosas de su discurso.

Como en la comedia del arte, el público se ha dividido. A unos les gustaría que otro personaje llevara la voz cantante; otros están felices con las ocurrencias del bufón, y lo convertirían en rey sin dudarlo. Los que se muestran sorprendidos de que un personaje machista, xenófobo, ignorante y de aires chulescos tenga tantos seguidores, deberían asomarse un poco por las redes sociales, minadas de los valores que encarna Trump —¿por qué será?—.  No puedo dejar de ver a los electores como esos espectadores que pueden tomar decisiones sobre la representación teatral, siempre y cuando no modifiquen el guion de fondo. Si deciden que la obra no les gusta, si quieren otra, la única opción real que tienen es elegir entre las marionetas disponibles. Pero la trama no varía. Y la gente, cansada de vivir siempre la misma historia, acaba optando por personajes cada vez más grotescos, que hablen y se comporten de forma esperpéntica, y que sean capaces de provocar alguna reacción —aunque sea miedo—.

Llevamos semanas, meses, contemplando y alimentando el circo, creando un debate con cada salida de tono de Trump. Teniendo en cuenta que el espectáculo en España tampoco ha sido corto, uno se pregunta si la farsa no está durando demasiado. Artistas, políticos y famosos manifestando sus preferencias en las redes sociales, periodistas convirtiendo en realidad una broma de mal gusto y pirotecnia, mucha pirotecnia, para anestesiarnos. Detrás del escenario puedo imaginarme a los que de verdad escriben este guion, élites financieras y empresarios, frotándose las manos. Porque son ellos, en definitiva, quienes cambian las marionetas cada cierto tiempo, para que la pieza parezca diferente. Los que han depositado en Trump su confianza acabarán decepcionados; los que no lo soportan, no tienen tanto que temer, porque el sistema lo reconducirá hacia el cercado, lo domesticará, y la obra continuará igualmente como manda el guion.

¿Recuerdan la llegada de Obama a la Casa Blanca? «Inesperado», «sorprendente», anunciaban los medios. El primer presidente negro del país. Un político carismático, de personalidad arrolladora, capaz de encender la esperanza de medio mundo con sólo sonreír. Difícil olvidar sus intervenciones, repletas de sueños y promesas, desde la reforma migratoria al cierre de Guantánamo —Yes we can—. Pero si permitieron que Obama llegara al poder, si lo eligieron, fue porque los que escriben esta obra consideraron que el cambio de protagonista era necesario. Ahora que se hace balance, se cuentan a su espalda algunos logros fundamentales —los que le han permitido—, muchas promesas sin cumplir —improvisaciones que no le han consentido porque se alejaban demasiado del guion—, y un público cada vez más dividido, con ganas de nuevos alicientes.

Es descorazonador pensar que las masas buscan, desesperadas, una alternativa extrema, radical, con tal de sentir que su voz sigue contando en los países democráticos. Los que realmente se están beneficiando de este sistema no dejan de ser una minoría —rica y poderosa, pero minoría—, y están apostando a un juego muy arriesgado. Cada vez hay más electores que son conscientes de la inutilidad de su voto, y eso, en democracia, es terriblemente peligroso. Los ciudadanos están empezando a comprender que la obra no modificará su argumento, voten lo que voten, y que sólo aspiran a elegir la máscara —seria, amable o grotesca— con la que el actor pronunciará el discurso. Se avecinan tormentas.

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