Uno de los aprendizajes más profundos y gratificantes que una persona puede experimentar es el de comunicarse en un idioma diferente al suyo. La comunicación es un impulso instintivo, elemental, que nos acompaña desde siempre. Por eso me resulta triste comprobar que la frustración y la indiferencia van ganando la batalla en muchos contextos. Esa batalla no solo la vamos perdiendo en el terreno del sistema educativo, donde la situación es simplemente absurda y lamentable en países como el nuestro ―con responsables directos como políticos, programas educativos y docentes, entre los que me incluyo―; es una batalla que se ha ido perdiendo, incluso, en los hogares, en los medios de comunicación y en las redes sociales, donde la visión que se ofrece de cualquier idioma es exclusivamente materialista, utilitaria ―y aquí la culpa la tenemos todos―.
No he utilizado un título al azar. He hablado de enamorarse porque soy de los que pienso que una de las lacras más lamentables que esta sociedad ha ido imponiendo en la enseñanza ―sea del tipo que sea― es la de eliminar, desde la raíz, cualquier componente emocional. Y yo creo, precisamente, que sin ese componente emocional la enseñanza no sirve para nada. Si no sientes lo que estás haciendo, si no vives lo que aprendes, si dejas a un lado la emoción de seguir motivándote con el siguiente paso, cualquier enseñanza se convierte en una obligación sin sentido. Si hablamos de un idioma, ese aprendizaje se traduce en simple frustración.
Mis alumnos se sorprenden cuando me preguntan cuál es mi idioma favorito y les respondo que, aunque me resulta muy difícil decidirme, estoy enamorado del portugués. Automáticamente me preguntan por qué el portugués, si «no sirve para nada ni se puede estudiar en ninguna escuela». Entonces comprendo que el proceso de aprender un idioma está tan envenenado que será difícil revertir la situación. Si les explico que a mí me encanta el fado, la poesía de Pessoa, y que los sonidos del portugués siempre me recordaron al mar, a la melancolía que se desprende de un recuerdo, se muestran extrañados. Para la mayoría, no son motivos suficientes como para abordar el aprendizaje de un idioma. Para mí, no existen mejores motivos.
Pienso que estamos asesinando esa curiosidad innata, natural, de aprender a comunicarnos con unos códigos diferentes a los nuestros. La vamos asesinando a base de rellenar huecos en las actividades rutinarias, a base de realizar exámenes y completar currículos en los que un idioma es una simple etiqueta más, un punto negro, superficial, en nuestra vida escolar o laboral, pero raras veces una motivación personal, emocional, artística o cultural.
Cuando animan a estudiar una lengua, las razones suelen ser simples estadísticas: número de países donde se habla o es lengua oficial, número de carreras que la solicitan, salidas profesionales, productividad… Yo pienso que el francés, el inglés, el portugués, el gaélico, el árabe, el catalán o el polaco son lenguas fascinantes, pero por algo distinto a lo que se suele decir en los centros educativos, en las casas o en los medios de comunicación. Son fascinantes por el universo que construyen a su paso, interpretando la realidad de una forma diferente. Son fascinantes, en definitiva, porque dibujan en tu mente un paisaje distinto, nuevo, repleto de filtros que diluyen las fronteras y los límites de tu mundo.
Yo creo que es más sano aprender una lengua por el simple hecho de que sus sonidos crearon aquella canción que tanto te gusta, porque es la lengua materna de tu escritora favorita o porque sus letras, sus estructuras, te provocan curiosidad. A mí, con las lenguas, me pasa a menudo lo que me pasa con las personas: si una me agrada, si siento esa atracción, no trato de explicarlo con datos y estadísticas. He comenzado muchas veces a aprender una lengua extranjera sin tener como objetivo obtener un título oficial. Aunque comprendo la utilidad de los diplomas, de las pruebas y los exámenes, primero trato de sentir esa lengua desde dentro. Y así, conociéndola poco a poco, dejándome sorprender por todo aquello que la hace especial y descubriendo lo que nos une y nos diferencia, puedo terminar enamorándome de ella. Te lo aseguro: si alguna vez te enamoras de un idioma, no podrás dejar nunca de aprenderlo, sentirlo y enseñarlo.