Hay músicas que uno lleva por dentro desde antes de conocerlas. Me pasó con el flamenco, con el fado, la primera vez que oí un tango argentino o escuché por casualidad un fragmento de las voces búlgaras. Uno no siente que haya descubierto un mundo nuevo, sino que al fin se despertó algo que llevaba dormido mucho tiempo, aguardando ese instante. Cuando una de esas músicas te tocan, no puedes siquiera oponer resistencia, porque no te tocan desde fuera. Uno está en medio de un bosque oscuro y esas notas, esa melodía o esa voz iluminan desde dentro un camino que siempre estuvo ahí, delante de ti, pero en sombras.
Algunos, como el flamenco o el fado, me abrieron de par en par las puertas a otros paisajes que seguirían marcándome los pasos, llenando mi universo de huellas y voces que no se apagarían jamás: el de la literatura o la lengua portuguesa, la mirada de Lorca o el acento de Pessoa, la orilla limpia de una guitarra o el charco turbio donde se tocan las estrellas con el suelo sucio de mi patio. Luego fui comprendiendo que esos estilos musicales que me hipnotizaban de una forma visceral y directa, casi instintiva, tenían muchos puntos en común, como si fueran arroyos que nacieran de una misma fuente, esa donde se enreda el alma de un pueblo con su lucha diaria, donde se mezclan sus frustraciones y sus sueños, la esperanza y el dolor, el misterio de la vida y la melancolía de un final, siempre próximo, siempre por llegar.
Hoy quería hablar de un poema de Pessoa que define, como ningún otro texto que yo conozca, esas músicas del pueblo que laten por dentro, despertando deseos y recuerdos, consolando e inundando de una luz mágica y misteriosa ese preciso momento en que te rozan. Se titula «Hay una música del pueblo» («Há uma música do povo») y es, como tantos de Pessoa, atemporal. Mariza y Mário Pacheco lo convirtieron en un fado de los que sacuden tu mundo desde el comienzo:
Hay una música del pueblo
no sé decir si es un fado,
que oyéndola es un ritmo nuevo
en el ser que tengo guardado…
Oyéndola soy quien sería
si desear ya fuese ser.
Es una simple melodía
de las que aprendes al vivir.
Y es que, como decía, no encuentro mejor definición para esta música del pueblo que darle el poder de cambiarte al oírla; que te permita ser, mientras dure su melodía, lo que deseas ser. No puedo imaginar mejor definición para una música del pueblo que explicar, en dos versos, que es tan simple, que se mezcla con tanta naturalidad con el transcurso de los días, que sólo viviendo, mirando y creciendo aprendes su lenguaje y entiendes su significado.
Sobre el flamenco o el fado se han escrito libros y ensayos, se han elaborado definiciones más o menos acertadas y se han impartido cursos y conferencias. Pero un genio como Fernando Pessoa sólo necesita unos versos, unas cuantas palabras, medidas y exactas, para definir lo que será siempre esta música eterna, hecha por y para el pueblo: una emoción extraña que atrapa y se lleva, como en un sueño, un instante de tu vida. Si el fado es la expresión de lo que pudo ser y no fue, la del deseo perdido y las cicatrices que no terminan de cerrar, Pessoa no sólo supo traducirlo sino que nos dejó, en este poema, un refugio eterno para perdernos en él y seguir soñando, para dejar de oír un instante los latidos cotidianos y aprender a vivir algo nuevo:
Pero es tan consoladora
la vaga y triste canción
que mi alma ya no llora
ni yo tengo corazón.
Algunos poemas de Pessoa son como ese vino profundo y sutil que tienes que beberlo a sorbos pequeños si quieres, además de tragarlo, sentirlo. Si lo haces, te resultará difícil distinguir dónde terminan sus versos y dónde empieza esa melodía que, desde el rincón más profundo del pueblo, voló una vez para encontrarse contigo. Pessoa y la música del pueblo suenan de la misma forma y sus ecos se pierden, entre notas y palabras, en esa fuente lejana donde nacen los sueños.