He estado estos días revisando el libro de Literatura Universal, uno de esos libros de texto, como el de Historia del Arte o Historia del Mundo Contemporáneo, que me acompañan desde que estudiaba en el instituto. Me parecen interesantes, atractivos, y me gusta releerlos cada cierto tiempo. Sin embargo, al cabo de un rato, siempre me dejan una sensación agridulce: aunque según los títulos aspiran a dar una perspectiva universal del arte, la historia o la literatura, lo cierto es que apenas levantan la mirada de Europa.
Pensaba en esto cuando se me vino a la memoria la imagen de una alumna brillante que tuve en clase hace algunos años. Era una chica risueña y callada. Una de esas chicas inteligentes, curiosas, que no parecía demasiado integrada en una clase donde la inquietud y la madurez apenas cabían entre los móviles, la resignación o la pereza. Un día vi por casualidad un dibujo que tenía en el cuaderno, entre unos ideogramas de una caligrafía fantástica, y le pregunté si lo había hecho ella. Me contó entonces que le encantaba dibujar y que estaba enamorada de la cultura japonesa, del manga y del anime, de su poesía y de su idioma. Me dijo que era una pena que no pudiéramos trabajar en clase contenidos de otras culturas tan diferentes a la nuestra. Y así, conversando, los dos estábamos de acuerdo en que era triste que año tras año los contenidos se repitieran hasta la saciedad en algunas materias y que la única medida que usáramos para valorar si algo era positivo o negativo, si tenía o no calidad artística, fuera exclusivamente nuestra propia medida.
No tengo nada en contra de nuestra cultura, al contrario, ni de los valores que definen el proyecto de la Unión Europea (aunque algunos de esos valores, en la práctica, ya estén manchados de barro y sangre). Creo que todo lo que sea abrir fronteras, unir perspectivas y fortalecer derechos y libertades nos ayuda a caminar. Pero es cierto también que seguimos limitando mucho nuestra mirada por culpa de ese eurocentrismo que acaba anegando aulas y calles, televisiones, libros y discursos. Si realmente buscamos fortalecer nuestra democracia y elegir lo que queremos o no en nuestras vidas, deberíamos prestar más atención a otras formas de entender e interpretar el mundo. Aunque sea para rechazarlas, deberíamos conocerlas. Nunca será lo mismo oponerse desde el conocimiento que desde la ignorancia impuesta.
Pienso que nuestro patrimonio, nuestra cultura y nuestra literatura (a esta última le he dedicado buena parte de mi vida) deberían orbitar siempre cerca de nosotros. Pero sigo echando en falta una mirada más abierta, universal, especialmente cuando se utiliza este adjetivo. Volviendo al libro de Literatura Universal, es sorprendente que no dedique una sola línea a la literatura japonesa, ni a la africana (ni oral ni escrita), y que tampoco mencione la tradición literaria amerindia, inuit o neozelandesa, por poner solo algunos ejemplos. Se dedica, en cambio, tres cuartas partes del libro a los movimientos literarios europeos (de los que ya tenemos, por cierto, una ingente cantidad de recursos y materiales para profundizar cuanto queramos). ¿Universal?, ¿en serio?
A lo largo de los años he seguido y sigo tropezando con alumnos brillantes, curiosos, atraídos por la historia, el arte, la música o el cine de lugares que no suelen aparecer en nuestro mapa cotidiano. Y ellos, junto a esos amigos con los que he tenido la suerte de cruzarme en este camino, como David o Saidou, me han abierto los ojos y los oídos mostrándome la belleza y profundidad de un haiku, la música mauritana o el arte bereber. Me alegra haberme topado con esos seres que escapan de los moldes clónicos de esta sociedad para interesarse por idiomas que no se becan desde ninguna institución europea, por series que solo llegan subtituladas por ellos mismos o por una música y un arte que no salpican los muros de nuestros teatros y museos.
Más allá de Europa hay arte y hay literatura. Y hay, aunque a algunos les cueste creerlo, civilizaciones y progreso. Hay medicinas tradicionales y conocimientos profundos de la naturaleza y de la vida que siguen desapareciendo a un ritmo feroz, mientras aquí seguimos dibujándonos en el centro de un mapamundi hecho por y para nosotros. No estoy en contra de lo que hemos conseguido, en nuestra civilización, después de tanto esfuerzo y sangre derramada. De lo que estoy en contra es de seguir caminando con una venda en los ojos que solo nos deja ver, si bajamos la mirada, nuestras propias huellas.