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Jue. Nov 21st, 2024

Gabriel UrbinaHay personas que eligen, por incapacidad o comodidad, por cálculo frío o por falta de autoestima, vestirse para siempre con el traje polivalente del victimismo crónico. Y no digo que no hayan sido víctimas en determinadas situaciones. Pero las personas que padecen este tipo de victimismo no están dispuestas a superar la situación. Al contrario, han elegido eternizar su rol de víctima para aferrarse a un comodín con el que justificar cualquier actitud, cualquier hecho criticable que hayan cometido o pudieran cometer, y eludir así toda responsabilidad.

Aunque no se cataloga como patología, en psicología se conoce bien este fenómeno que nació con el ser humano y lo ha acompañado en todas las épocas, a menudo con consecuencias terribles, ya que escapa fácilmente del ámbito individual para convertirse en un fenómeno social. Hay pueblos enteros, países, que han vivido y siguen viviendo aferrados al victimismo crónico. El tema es de enorme interés desde el punto de vista psicológico y sociológico porque esa dinámica a menudo hace coincidir, en una misma persona, pueblo o entidad, a la víctima y al verdugo. Uno comienza sintiéndose la víctima permanente de algo y acaba justificando su papel de verdugo como una defensa legítima y natural. Lo hemos visto a lo largo de la historia y seguimos viéndolo cada día, en conflictos tan complejos y dolorosos que simplificarlos en «buenos frente a malos» es un insulto a la inteligencia. Que el pueblo judío, por ejemplo, sufriera un genocidio es un acontecimiento trágico innegable. Pero ese sufrimiento nunca debería convertirse en una justificación para una ocupación militar por parte de Israel, ni para acallar voces mientras se convierte Gaza en un cementerio repleto de niños.

Si caemos en esa dinámica (y es muy fácil caer mezclando un poco de cinismo, ignorancia, pereza y cobardía) cualquiera de nosotros podría justificar prácticamente cualquier atrocidad que cometiera. Todos hemos sido machacados en algún momento, a todos nos han tratado de forma injusta alguna vez, o nos hemos sentido engañados, explotados, humillados o directamente agredidos.

Hoy se celebran las elecciones catalanas y, en estos meses de conflicto, el discurso del victimismo se ha profesionalizado tanto que uno podría extraer una a una las características de este fenómeno con solo leer algunas noticias y escuchar con atención un par de entrevistas: la manipulación del lenguaje, las lágrimas calculadas, la apelación constante al sentimentalismo más tóxico y peligroso, el dibujo deformado del enemigo, la hipocresía… Se escuchan palabras como fascismo y persecución con tanta naturalidad que las palabras ya han dejado de representar esas horribles realidades. Se habla de dictadura y tortura con tanta desvergüenza, con tanta frivolidad, que resuenan los huesos en las cunetas de las víctimas que de verdad las sufrieron. Y así, prostituyendo el lenguaje y los hechos, los que son delincuentes para un bando se convierten pronto en presos políticos y, automáticamente, en héroes para el otro.

Hay una conversación en esa formidable película de Juan Antonio Bayona, Un monstruo viene a verme, que serviría de análisis y antídoto para este tipo de dinámicas que nos rodean:

«—Los reinos tienen los príncipes que se merecen, las hijas de los granjeros mueren sin motivo y, a veces, las brujas merecen ser salvadas. Bastante a menudo, te sorprendería.
—¿Así que el príncipe bueno era un asesino y, al final, la reina malvada no era una bruja?
—No, la reina era con toda certeza una bruja y es posible que estuviera planeando grandes males, quién sabe…
—¿Y entonces por qué la salvaste?
—Porque lo que no era, era una asesina. Ella no había envenenado al rey, simplemente murió de viejo. Quizás te preguntes si pillaron al príncipe. No, fue un rey muy querido y reinó feliz hasta el final de su larga vida.
—No lo entiendo, ¿quién es el bueno aquí?
—No siempre hay un bueno, Connor O’Malley, ni siempre hay un malo. Casi todo el mundo está en un punto intermedio».

Hoy, pase lo que pase tras las elecciones, seguiremos escuchando las mismas excusas, las mismas justificaciones, y se seguirán mezclando víctimas y culpables en todos los bandos. No habrá diálogo ni se acercarán posturas hasta que los protagonistas, además de sentirse engañados, chantajeados o perseguidos, reconozcan que, aun teniendo razón en algunas de sus quejas, también han sido víctimas de su propia cobardía, de sus propias mentiras y de ese victimismo crónico que sus simpatizantes siguen reclamando. Porque, como contaba el árbol en la película de Bayona, «a veces la gente necesita mentirse a sí misma más que ninguna otra cosa».

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