Un día como este en el que escribo, hace setenta y seis años, se marchaba Miguel Hernández, el niño poeta que con dos versos era capaz de desgarrar, como un relámpago, la quietud de la noche más oscura. Su poesía me llegó de una forma directa y limpia, y así me gustaría recordar hoy su voz y su palabra, dejando a un lado el agua removida que tantas veces encontró Miguel en el fondo del hombre. Es cierto que, sin esa base negra de un cielo nocturno, apenas se percibe el brillo de las estrellas. Así que yo elijo el aniversario de su muerte como un fondo oscuro sobre el que celebrar su vida, su mensaje latente y luminoso, su poesía infinita. Porque la voz de Miguel sigue viva (cada vez con más fuerza y más sentido), sobrevolando las páginas de sus libros, aguardando en un rincón de la librería más cercana o centelleando entre las oscuridades de esta red a veces turbia y fría, a veces cercana y cristalina.
Hoy escribo sobre Miguel porque él estaba enamorado del agua y de la primavera, y en su Cancionero y Romancero de ausencias yo siempre encontré mi árbol y mi mar, y, sobre todo, encontré esos versos que llenaron de presencias los espacios vacíos. Escribo sobre Miguel porque las guerras siguen siendo tristes. Tristes. Y tristes son las armas, infinitamente tristes, si no son las palabras. Y porque aprendí con él que, a menudo, las murallas más altas y las cadenas más pesadas las llevamos por dentro, y solo desde dentro podemos liberarnos:
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
Escribo sobre Miguel porque estaba enamorado de la vida. Cuando miro a Siria, cuando observo a los refugiados desde este lado del mundo en el que hemos tenido la suerte de nacer, no puedo dejar de ver la bandera de la Unión Europea en ese camino azul y dorado que Miguel describiera junto al cementerio. Me gusta creer que dejó ese poema para que nunca olvidemos lo cerca que cualquiera de nosotros está del precipicio, aunque nos sintamos dueños de la vida. A los vivos solo nos separan unos pasos, a veces invisibles, de los niños muertos, de las bombas o del llanto. Ignorar su dolor es otra forma de dejar de vivir, otra forma de morir en vida:
De aquí al cementerio, todo
es azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos, y los muertos.
Cuatro pasos, y los vivos.
Límpido, azul y dorado,
se hace allí remoto el hijo.
Escribo sobre Miguel porque amaba las palabras y se aferró a ellas, como a un jirón de luz, cuando todo alrededor era dolor, enfermedad y soledad infinita. Por eso, cuando recibió en la cárcel la noticia de que su mujer apenas encontraba pan y cebolla para comer y alimentar a su pequeño, Miguel, desesperado, intuyendo que nunca más volvería a verlos, les envió las «Nanas de la cebolla», la canción de cuna más trágica y esperanzadora, oscura y luminosa, que se ha escrito jamás. Y ni el llanto ni el dolor, ni el hambre ni la desesperación, pudieron silenciar esa voz que, a la mínima oportunidad, buscaba el vuelo de la risa y la esperanza:
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha.
grande y redonda.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.
Escribo sobre Miguel porque, en estos tiempos de derechas y de izquierdas irreconciliables, de odios y enemigos eternos, él nos enseñó que el amor y la amistad deben volar más alto que cualquier ideología, que cualquier religión. Por eso se despidió de su eterno amigo Ramón Sijé, de ideas tan opuestas a las suyas, con una de las elegías más terribles y hermosas de nuestra literatura:
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofe y hambrienta.
Y, aunque podría detenerme en mil razones más, hoy escribo sobre Miguel porque yo tampoco perdono a esa muerte enamorada, ni a la vida desatenta. Porque su voz no puede morir en este mundo que necesita más que nunca su vitalidad arrolladora, instintiva. Esta vida puede arrodillarte, puede obligarte a que mires hacia abajo, hacia el abismo insondable del pozo más profundo y oscuro, y aun así habrá personas, como Miguel, que encontrarán sobre la superficie el reflejo de una estrella, y serán capaces de atraparla con su palabra. Cuando miro atrás y trato de imaginar cómo fueron sus últimos momentos, no puedo evitar dibujarlo así, buscando entre la oscuridad, hasta el último suspiro, un último verso de luz que arrebatarle a la vida. Hoy soy yo el que le robo un poema para decirle que seguimos en contacto, palabra sobre palabra, y que seguiré buscando su voz en la próxima canción de agua, en el próximo abrazo de tierra:
Me descansa
sentir que te arrullan
las aguas.
Me consuela
sentir que te abraza
la tierra.