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Vie. Nov 22nd, 2024

Gabriel UrbinaEs difícil entender lo que hacemos aquí, en el sur, con nuestro patrimonio. Se nos llena la boca con frases hechas y presumimos con facilidad de los tres mil años de historia que nos contemplan para, a renglón seguido, abandonar esa misma historia o convertirla en vertedero. Si uno pasea hasta el final de la punta del Boquerón, en la playa de Camposoto, y se detiene a contemplar, sobre el mar, el Castillo de Sancti Petri, comprende fácilmente que tuvimos la suerte de ver la luz en un rincón del paraíso que tal vez nunca merecimos y del que, desgraciadamente, tampoco nos expulsaron. Y digo desgraciadamente porque nuestro castigo fue mucho peor: nos dejaron en medio del paraíso y nos vendaron los ojos.

Basta con mirar, durante unos segundos, ese castillo al que sólo se puede llegar atravesando el mar para sentir su pasado latiéndote por dentro. Cuesta describir la sensación de acercarte a él, remando en un kayak o navegando en barco, mientras su silueta se agranda en el horizonte. A cada remada un siglo, una historia, y ese mismo mar que ahora te rodea presentándose en su lenguaje azul como el testigo eterno de cada piedra, de cada palabra que en aquel rincón nació y se mezcló con otras palabras, con otras miradas y culturas. Es difícil no sentir la magia de un lugar en el que la historia se abraza con la leyenda y el mito; imposible oír los ecos de los dioses y semidioses que encallaron en este paisaje, considerado el fin del mundo durante siglos, sin pensar que aquí se trazó una vez la frontera (esa que nos acompaña desde que existimos) entre los muertos y los vivos.

Suelo llevar a mis compañeros y amigos de fuera hasta ese rincón, y a veces lo hago para comprobar que ellos también sienten ese hechizo contra el mucha gente de esta tierra parece inmunizada. Si es la imaginación la que te permite teñir el lienzo cotidiano de los días, la silueta de este castillo sobre el mar es una paleta de colores imposibles. Del púrpura de Tiro que se ocultaba en las conchas de Murex (nuestras cañaillas) al rojo fuego consagrado a Melkart, el dios fenicio de las estaciones y exploradores. Del color de los sueños de Aníbal, antes de partir hacia la conquista de Italia, a los de Julio César, quien, a punto de cumplir treinta y tres años, lloró de rabia ante el busto de Alejandro Magno, pensando en lo que el rey de Macedonia había conseguido a su edad.

Y de Melkart a Heracles, y de Heracles a Hércules. En este castillo el tiempo pasa rápido, a siglo por ola, y uno sigue sintiendo esa historia por dentro, oyendo el rugir de los cañones durante la Guerra de la Independencia o divisando a lo lejos, sobre ese mismo azul que ahora nos envuelve, el escuadrón de Francis Drake o la silueta del pirata turco Baba Aruj (Barbarroja). Las mismas gaviotas que sobrevuelan el horizonte han visto cómo su nido de piedra ostionera ha sido templo, castillo y faro, sirviendo de ojos y corazón a una isla, la de Cotinusa (‘tierra de acebuches’), que una vez uniera los dos lugares que se repartieron mis raíces: Cádiz y San Fernando.

A veces siento impotencia al hablar de este tesoro de nuestro patrimonio con gente de mi tierra que no muestra el menor interés o que, directamente, lo desprecia. Otras veces, para animarme, me recuerdo que es mejor así, que sigan disfrutándolo amantes de la historia y soñadores, y que siga siendo un gran desconocido para esa parte de la población que, con la boca llena de frases hechas, no se atreverían nunca a quitarse la venda. Porque sí, es más cómodo vivir así, a oscuras, ignorando que en ese rincón hay tantas historias mezcladas como en nuestra sangre, en nuestra lengua y en nuestra mirada, y sin tener que asumir la responsabilidad de tener ante tus ojos un paraíso que cuidar y respetar. Yo tengo la inmensa suerte (y ojalá dure) de perderme, cada vez que me apetece o siento que lo necesito, por ese castillo que se alza en medio del mar, en ese punto exacto en el que se cruzan, salpicados de colores imposibles, las historias y los sueños.

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